jueves, 8 de junio de 2000

Gonzalo Garcés, Los impacientes

Los impacientes
de Gonzalo Garcés
Seix Barral. Premio Biblioteca Breve 2000
Barcelona. 2000. 218 pp.


por Cosme Álvarez

«Por impacientes fuimos expulsados del paraíso. Por impacientes no volvemos a él.» Esta frase de Franz Kafka muy bien pudo haber servido de epígrafe a la segunda novela de Gonzalo Garcés, Los impacientes, ganadora del Premio Biblioteca Breve 2000.

Tres personajes —el tres siempre simbólico—; tres representaciones vivientes de la impaciencia proverbialmente centrada en la juventud: Keller, Mila y Boris. Los expulsados del paraíso, los que, por su impaciencia, no pueden volver a él, los que interrogan de qué sirve la juventud si no se puede ser viejo antes de haber cumplido los veinte años. Mila, la mujer, la escritora, encarna en muchos sentidos la confusión del género femenino en el siglo xx occidental, y también las consecuencias de una (otra) confusión que se mueve a dolor e impaciencia en un viaje sin dirección ni puerto de destino. Mila nos recuerda fonéticamente a Miller, una de las posibles influencias de Gonzalo Garcés. Aunque no es propiamente una clase de Henry Miller femenino, hay algo en Mila (en sus reflexiones sobre sí misma, en ciertos modos de expresarse cuando se refiere al arte y a la literatura) del muchacho de la sociedad Xerxes que vivía en Brooklyn y que deseaba ser escritor. Mila es además una fuerza que se pierde en la noche de Buenos Aires tras haber sido lanzada con vigor hacia la cruda oscuridad de un mundo que tiene algo de irreal y de contradictorio, un mundo que basa su existencia y su imposible continuidad en una realidad que, Mila dolorosamente lo advierte, no cesa de construirse.

Keller, como lo sugiere el autor en el primer capítulo de la novela, es una muda silueta del Hamlet moderno. Pero a diferencia del Hamlet clásico —cuya consabida y permanente duda a la hora de actuar está basada sobre todo en una desesperanza, en un hastío metafísico del mundo de los hombres (bastante cercano a la inacción del Bartebly de Herman Melville) —, Keller finalmente es impulsado a la más alta acción: dar un salto a ciegas en la oscuridad, hacia la novedad absoluta del amor, dejando atrás un mundo que se ha perdido de manera inexorable.
Boris, el músico, la estrella fugaz, el de corazón frágil, es una especie de eje, no sólo para Keller y Mila, sino para el logro de la novela misma; un eje que ayuda a que el mundo Mila-Keller gire (a veces con torpeza, a veces libremente) sin detenerse en el infierno fijo que todo joven atribuye (no sin razón) a la vida adulta. La flor, la reiterada flor que Mila entrega a Keller, es un símbolo entrañable de esa libertad.

Los impacientes, una novela de juventud en el mejor de los sentidos, es una historia que va conmoviéndonos conforme avanza. Es también una obra nueva y vieja. Me explico: como ocurre con casi todos los libros de los narradores actuales (de Daniel Sada a Enrique Serna, y de Mario Bellatin a Mario González Suárez), esta novela abre las puertas a una literatura nueva, pero lo hace desde los hondos y ahora deslustrados pasillos de la literatura que alguna vez motivó libros y autores fundacionales, algunos de ellos entre los años cuarentas y sesentas: Henry Miller y Lawrence Durrell, pero también Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. Con ecos de Tarkovsky y de Gastón Bachelard, y la resonancia innumerable de la filosofía oriental, Los impacientes se despliega en una reflexión sobre ese momento siempre escurridizo que es el presente. Un presente, en este caso, centrado en el final del siglo xx bonaerense (aunque no tan distante del resto de Hispanoamérica).

Uno de los temas del libro es la culpa o, mejor, el sentimiento de culpa, que de cualquier modo no es abordado todo el tiempo con tino certero. Gonzalo Garcés propone una doble disertación moral, dos binomios no siempre irreductibles: el mal y la culpa, y el amor y la libertad. Jorge Volpi, de una manera por completo diferente (y no necesariamente mejor), plantea también estos problemas en su novela En busca de Klingsor, ganadora del mismo premio un año antes. No creo que se deba a un patrón generacional; sin embargo, autores como Ignacio Padilla y González Suárez abordan el tema, aunque, como es natural, con ángulos de visión distintos.

En lo que se refiere a Los impacientes, Gonzalo Garcés pulcramente resuelve esta doble disertación sobre mal-culpa, amor-libertad en tres momentos clave: el primero, cuando Mila comprende que el hombre que abusó de ella no había querido lastimarla: «...realmente, no se había enterado de nada. Era inocente, a su manera. Y precisamente eso, querido Keller, eso y nada más es lo que ha hecho del mundo, hasta hoy, un lugar más bien siniestro.» El hombre referido (o mejor: la acción que lo culpa) es inocente —del mismo modo que el monstruo del doctor Frankenstein, incapaz de medir su propia fuerza, es inocente cuando mata a un niño con un abrazo cálido, puro, anhelante, ansioso de puro amor—. Es un tema distintamente abordado por Dostoyevski en Crimen y Castigo y en Demonios. Pero en Los impacientes y en Frankenstein no hay deseos, por parte de los personajes, de probar alguna superioridad sobre el mal y la moral. En estas obras no hay buenos ni malos, y ello convierte a toda disertación moral en un conflicto más grave. Se hizo el mal inocentemente. Esa es la paradoja, eso es lo terrible.

La segunda clave está espléndidamente narrada en la parte que se refiere a la manifestación en la Plaza de Mayo. Los sentimientos que experimenta Mila son, en efecto, los sentimientos de la masa. La llegada de Mila a la manifestación del tercer viernes de octubre no es obra del azar sino producto de su propia historia. Mila ha entablado una guerra desesperanzada contra su pasado, contra la interpretación presente del pasado. Acaso Mila triunfa en su guerra cuando, sintiéndose arrastrada por la masa, abre los ojos y grita un «¡No!» que de pronto se incrusta como un punto de apoyo para todo el libro. Ese «¡No!» es paradójicamente un grito de afirmación: es una pausa, un vacío liberador que conduce a la mujer hacia el demonio de su confusión y de su desconsuelo, para finalmente, y sin que obre la voluntad, llevarla al abrazo firme del mundo que le queda por vivir al lado de Keller.

La tercera clave ocurre en el hospital donde Boris está internado, a causa de un temprano ataque al corazón. No es casual que su habitación se halle en el último piso del hospital, en el cielo de la rayuela cortazariana, con Serafina, la enfermera angélica, como guía y cuidadora, quien felizmente recuerda a la enfermera del cuento «La señorita Cora» de Julio Cortázar. No es imitación de la otra; en todo caso es su Hermana. Keller y Mila van a visitar a su amigo al sanatorio y, «como buenos peregrinos», condenan el ascenso innoble del elevador y prefieren subir hasta Boris por la vía dificultosa de las escaleras.

En el ascenso, Keller y Mila, de un modo casi mágico y ciertamente inolvidable, hacen estallar en mil pedazos a la ciudad que había sido cómplice silenciosa de su impaciente juventud. Arrebatados y desprovistos de voluntad, se sumergen en una especie de pila bautismal donde, asombrados por la encarnación más pura del Verbo, mutuamente se empujan a nacer, el uno del otro, frente a los ojos del cielo.

Para Guillermo Cabrera Infante, la novela «si tiene precedentes parece no tenerlos.» Sin embargo, los tiene, y Luis Goytisolo los nombra: «En parte, algo de esta novela nos recuerda a Lawrence Durrell y su célebre Cuarteto de Alejandría», y oportunamente agrega: «Pero está su patrimonio singular». Es obvio. Ninguna novela, desde la composición de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha o del no menos ingenioso Tristam Shandy, puede presumir de haber nacido de la nada. Espontáneamente sí, pero no de la nada. El lenguaje, las ideas, la visión y las conclusiones de Gonzalo Garcés, siendo de alguna manera «modernamente clásicas», no dejan de ser originales, y he ahí parte de su poder de seducción. La reiterada mención de El trío de Buenos Aires de Lorenzo Darulli alude, naturalmente, al Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, y también al trío bonaerense que representan Keller, Mila y Boris. Tanto el disco de Darulli y el libro sobre Dante (ambos obsequios de Keller a Boris), como la sutil simetría de los hechos, sirven de encore y de columna vertebral a la novela, y muestran a un tiempo dos símbolos de la historia que se narra.

Gonzalo Garcés nació en Buenos Aires en 1974 y reside en París. La aparición de Diciembre, su primera novela, publicada en 1997 en Argentina, le mereció desde entonces elogios del público y de la crítica. A pesar de su corta edad, es un autor proclive a la reflexión, muchas veces brillante, y al análisis filosófico de la sociedad contemporánea. Más allá del mero ejercicio académico, y por encima del hecho de adquirir y transmitir conocimientos, la tarea ineludible, acaso la más ardua, que tiene enfrente esta nueva generación de novelistas, radica, para decirlo en términos durrellianos, en saber interpretar el silencio que nos rodea.

Micrós, Ciudad de México

8 de junio de 2000

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