domingo, 20 de noviembre de 2011

Algunos recuerdos con Daniel Sada

por Cosme Álvarez


Foto © escritoresenlenguahispana.blogspot.com
El 18 de noviembre de 2011 la diabetes se llevó a morir a mi amigo Daniel Sada. Me puse tan triste cuando lo supe (creo que fue Marcela Sánchez Mota quien me dio la no-ticia), que ni siquiera pude alzar el teléfono para decir los pésames a Adriana, su espo-sa, ni a la familia Sada Villarreal, como co-rrespondía. A cambio y para brindarle solaz al corazón saqué del librero esa gran novela que es Albedrío —la edición 2001 de Tus-quets (curiosamente el único de sus libros al que Daniel no le escribió una dedicatoria), y mientras leía, entre párrafos no dejaba de mentarle la madre al aire, o a la muerte, o a no sé qué cosa.

La mañana del 19 le di el pésame a Adriana y después anoté en mi muro de Facebook las sensaciones inmediatas que yo estaba viviendo. Austeramente, sin pensármelo (como hago con estas mismas líneas), escribí: "No sé si estoy más enojado que triste... Caray... Adiós, querido Daniel Sada, adiós... Hasta siempre". Poco más tarde, traté de redactar unas cuantas líneas sobre Daniel para colgarlas en La Guarida, pero toda la tristeza de la noche anterior estaba demasiado revuelta con sentimientos de pura rabia, de coraje, de impotencia. Por eso preferí esperar a que llegara un momento menos agrio.

Conocí a Daniel Sada en Culiacán, Sinaloa, el día en que me entregaron el Premio Nacional de Poesía "Gilberto Owen". A Daniel ya lo había visto antes, muchas veces, desde 1985 tal vez, pero sé que fue en ese momento, aquella mañana de 1998, que nos hicimos amigos. Bajé a desayunar al restaurante del hotel donde estaba hospedado, y desde una de las mesas escuché que Tomás Segovia me llamaba. Yo había quedado en desayunar con Mario González Suárez, quien ese año también ganó el Owen, en narrativa. Mario no estaba en el local, así que me acerqué a la mesa de Tomás (otro querido amigo que ya se me murió). Tras darle un abrazo, insistió en que me sentara a desayunar con él y sus acompañantes. Uno de ellos, Ignacio Padilla, me saludó a través de una sonrisa amplia y juvenil que me agradó mucho en ese momento; Daniel extendió efusivamente la mano y de inmediato se recorrió en el asiento para darme lugar. Desde ese instante comenzó entre nosotros una conversación que apenas el 18 de noviembre de 2011 fue interrumpida.

Hablé de tantas cosas con Daniel, nos referimos a tanta gente, a tantos libros, pero sobre todo conversamos tantas vivencias íntimas, que sería necesario un volumen entero para escribirlas todas. Durante algunos años Daniel me llamaba a casa los días 31 de diciembre para desearme feliz año nuevo, y siempre, cada año, jocosamente terminaba la llamada con un consejo para mí, que por ahora no voy a referir, no por lépero, que lo era, sino porque no viene a cuento.

En 1999 hice una revista de arte y literatura, Astillero, que circuló hasta un año después. Desde el número cero, Daniel Sada y Tomás Segovia constituían el Consejo Editorial de la publicación. El número 1 de Astillero incluyó un relato de Ignacio Padilla, el número 2 el poema "Cínife" de Daniel Sada. Para el número 3 estaba previsto que apareciera otro poema de Daniel, el que ahora presento aquí. Hasta donde sé, no ha sido publicado en ningún libro. Sada me entregó varios poemas y un cuento para Astillero.

En 2004 me fui de la Ciudad de México y pasé por lo que a mí me pareció un exilio aburridísimo durante siete años. En ese periodo vi a Daniel varias veces, algunas de ellas en la Feria del Libro de Los Mochis, otras en el D.F., en cafés, restaurantes, incluso en el Palacio de Bellas Artes, donde sentados en las escaleras del vestíbulo marmóreo hablamos de Julio Cortázar y de Rayuela, novela que a él no le gustaba mucho.

Mi último encuentro con Daniel Sada fue en su casa, un departamento amplio con pisos elegantes y grandes ventanales en la sala. Nos sentamos ahí un rato y conversamos acerca de cómo nos había ido. Él me habló de la diabetes y de lo mal que a veces se sentía. De pronto guardó silencio, se levantó del sofá y caminó hacia una puerta. Luego de un rato volvió con un libro en las manos y me lo obsequió.

—Espero que no lo hayas leído todavía —dijo, y me regaló una sonrisa muy suya, casi infantil, sana, viva, luego agregó—, o espero que sí, pero que te sirva por si alguna vez quieres volver a leerlo.

Tras las oraciones soltó una de esas carcajadas efusivas pero no ruidosas que dejaba salir cada vez que estaba contento por algo. El libro era Casi nunca, la novela por la que le otorgaron el Premio Herralde; en la página de cortesía Daniel había escrito para mí una dedicatoria cálida, llena de palabras generosas. Iba a sentarse de nuevo, pero suavemente se golpeó la frente y me dijo que había olvidado una cita. Me pidió que lo acompañara a un restaurante cercano a su casa, donde se encontraría con un sobrino. Ahí me limité a escuchar a Daniel mientras hablaba con un joven de unos 23 años de edad. De vez en vez contaba un chiste colorado y entre risas se mecía en el asiento para celebrarlo. Ya de regreso, frente a la puerta del nuevo edificio donde vivía, nos despedimos con un abrazo emocionado, norteño, muy de cuates. Sería el último que nos daríamos en esta vida.

4 comentarios:

  1. Gracias por permitirme leer esto, Cosme.
    Que mejor homenaje para Daniel que mostrar al mundo el gran ser humano que fue y que la muerte no se ha podido llevar del todo pues la lectura de sus obras y los recuerdos de sus anécdotas lo anclan en nuestros corazones.

    Recibe mi mas cordial saludo.

    Rodolfo Sada Ortega.

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  2. La narrativa aunque ingrata en sus hechos, acogedora en sus letras y momentos.

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  3. Gracias por recordarlo, a él, tal cual era, llano, real, honesto y gran conversador... De gran inteligencia y memoria..
    El escritor espléndido que la vida nos arrebató y un hermano que jamás saldrá de mi corazón... Gracias por mantener viva su literatura, su ciencia para describir y narrar... Gracias por mantener vivo su recuerdo con entrañables anécdotas.

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    Respuestas
    1. Estimada María Esther:
      yo me siento muy honrado, feliz, afortunado de que la vida me diera la inestimable oportunidad de convivir con Daniel, y le platico una manía de mis afectos: cada año releo al menos dos de los libros del gran Daniel Sada, y siento que al hacerlo vuelvo a oír su voz, su risa franca —qué manera tan limpia y contagiosa de reír tenía nuestro Daniel—, vuelvo a extrañar conversaciones donde todo era brillante, inteligente, certero. Extraño, sobre todo, su presencia, su generosidad, su rostro concentrado frente al tablero de ajedrez cuando jugábamos en un restaurante de comida corrida cercano a su casa.
      Reciba un saludo lleno de afecto.
      Cosme Álvarez

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