viernes, 1 de julio de 2016

Carlos Edmundo de Ory




Por Juan Domingo Argüelles
(poeta mexicano)


Carlos Edmundo de Ory (27 de abril de 1923-11 de noviembre de 2010)
Lo que un poeta piensa y siente sobre la poesía está, sin duda, en sus propios poemas, pero también en sus páginas autobiográficas, en sus declaraciones y en sus textos teóricos o críticos. Prácticamente todos los poetas han reflexionado sobre su creación, ya sea en sus poemas o en sus demás escritos personales. Por ello, además de leer su poesía, es bueno leer los diarios, epistolarios y autobiografías de los autores. Lo mismo Hölderlin que Blake, Valéry, Pound o Eliot (entre tantos otros) escribieron páginas que acompañan necesariamente la comprensión de sus obras y la iluminación de sus oficios.

Leyendo el Diario del poeta español Carlos Edmundo de Ory (Cádiz, 1923-Francia, 2010) tenemos una imagen completa de él. Revalorado en España y en el ámbito de lengua española gracias a Félix Grande, que publicó y prologó una antología de su obra con el título Poesía 1945-1969 (1970), Carlos Edmundo de Ory tenía, desde muy joven, una idea muy clara de su búsqueda lírica. De su diario dijo: “No es obra de imaginación. Non est inventus”. Como, de hecho, tampoco lo es la poesía, en ningún caso, sino obra de emoción e inteligencia que se funden para expresar algo único, diferente a lo que expresan otros. Por algo, el primer epígrafe que impone De Ory a sus cuadernos íntimos es esta frase de Emerson: “El hombre no es más que una mitad de sí mismo; la otra mitad es su expresión”.

A los veinte años de edad, De Ory asegura que el oficio del poeta es arte de hechicería. Partiendo de esta certeza, anota lo siguiente en su diario: “Cuando una poesía nace ―igual que espuma, que viento o que luz―, sucede que un ángel ha muerto en el cielo, se ha suicidado en el cielo”. Ya desde entonces, el poeta español sabía que el poema se hace con un lenguaje distinto y en un idioma diferente a cualquier otro para expresar el amor y el dolor, la desgracia y la belleza. “Lo único que me fascina es el amor y el dolor. Como hombre, he de decir que todo se resume en eso, en el amor a los seres humanos afines, a la naturaleza, a la música, a la poesía”, diría ya en la madurez. Pero nadie puede hacer poesía de la invención. Es magia, pero hay que vivirla. En este punto, Carlos Edmundo de Ory adoptó como divisa la sentencia de Goethe: “Antes de cantar, el poeta debe vivir”. Esta misma certeza él la expresaría así: “No hay poesía sin experiencia”.

Y así vivió De Ory la poesía: con una intensidad cercana a la locura, pues ningún poeta que se precie de serlo es, simplemente, un ser racional. “No concibo a la poesía sin locura”, anota en su diario. Y tenía razón en afirmar tal cosa y creerla. El 11 de octubre de 1950 refiere lo siguiente sobre lo que razona (con locura): “Turgueneff, tratando de la desgraciada vida de los artistas, la mayoría de los cuales son unos desgraciados, afirmaba que, si para no vivir así decidieran levantarse la tapa de los sesos, habría que convenir en que los artistas desaparecerían, pues ‘todos son más o menos desgraciados’. Comienza por no creer que puedan existir artistas dichosos. ‘La dicha es reposo, y el reposo no crea nada’. Entonces, después de comprender y aceptar la eterna verdad, aconseja y dice: ‘un escritor no puede dejarse vencer por el dolor; debe utilizarlo todo. El escritor es un hombre nervioso, siente más que los otros. Pues bien, por eso mismo debe refrescar su carácter, debe siempre y absolutamente observarse y observar a los demás. ¿Sufrís algún mal? Sentaos y escribid. [...] El dolor pasará y queda la página excelente’”.

De Ory se aconsejaba al tiempo que aconsejaba lo siguiente a los demás: “Aprovecha las ganas de escribir, y escribe”. Así lo hizo él en todo momento, porque la vocación poética es una angustia o no es nada. Y nos dejó versos como los siguientes:

Amo a una mujer de larga cabellera
como en un lago me hundo en su rostro suave
en su vientre mi frente boga con lentitud
palpo muerdo acaricio volúmenes sedosos
Registro cavidades me esponjo de su zumo
mujer pantano mío araña tenebrosa
laberinto infinito tambor palacio extraño
eres mi hermana única de olvido y abandono
tus pechos y tus nalgas de dobles montes gemelos
me brindan la blancura de paloma gigante
el amor que nos damos es de noche en la noche
en rotundas crudezas la cama nos reúne
se levantan columnas de olor y de respiros.


“La poesía la oigo retumbar en mis entrañas” dice, escribe. Santidad o locura, he ahí el dilema. Carlos Edmundo de Ory optó por lo segundo, si es que acaso la locura puede ser una opción. “Siento el aura ―dice―. Para mí la poesía es un manicomio”. Y lo fue.

En una de las últimas anotaciones de su Diario, Carlos Edmundo de Ory escribió: “Me hallo en el trance de la constante investigación reajustándome a una nueva fuerza: la experiencia poética solitaria... Busco en la poesía, busco en mí; yo soy mi poesía”.

Esta afirmación explica en gran medida lo que él llamó, para su caso, el “introrrealismo”, estética que planteó en un manifiesto en el que sostuvo que la creación artística y, especialmente, poética, debía reflejar la realidad interna del hombre a partir de sus estados de conciencia. Buscaba, según decía, una “poesía de sensación pura” que no estaba muy lejos de los estados de locura o demencia racional.

En un aforismo se describió: “Loco de las dos piernas, el loco; loco de una sola pierna, el poeta”. Siguiendo la divisa socrática y platónica de que una vida no examinada no vale la pena vivirla, examinaba la suya con particular énfasis en lo desconocido, en lo misterioso que para él mismo estaba lleno de enigmas. “¡No hay nada tan terrible como el conocimiento!”, exclama en su diario, para luego añadir: “Asimismo, no hay nada tan terrible como la belleza. Pero no hay nada tan magnífico como el dolor”.

En realidad, De Ory revaloraba así el motor esencial no sólo de la poesía sino de todo arte y toda creación. Los felices no necesitan transformar el mundo; puesto que son felices, nada los turba. Son los que sufren (y los inconformes) los que, movidos por el dolor, crean, transforman y en este transformar dan con la belleza. Todo lo bello, como creación cultural, surge del dolor. Citando a sus fuentes, De Ory nos recuerda que Esquilo decía: “Por el dolor se llega al conocimiento”, mientras que Beethoven decía lo propio: “Por el dolor se llega a la alegría”.

Las lecturas de De Ory eran hasta cierto punto atípicas para el modelo de poeta tradicional que únicamente lee poesía o que, sobre todo, lee poesía. De Ory leía de todo y no poesía por encima de lo demás: novela, ensayo, cuento, filosofía, religiones, psicología y muchas otras materias y disciplinas, pues al poeta nada humano le es ajeno. Sus aforismos están llenos de una sabiduría implacable, tan implacable como la cita que hace del filósofo chino Mencio (el célebre confuciano): “El hombre difiere del animal sólo un poquito, y la mayoría de los hombres prescinde de este poquito”.

Carlos Edmundo de Ory es un poeta que todavía es necesario revalorar, aún más, lo mismo en España que en el amplio ámbito de la lengua española. Su poesía es diferente a la que en su momento se escribía en nuestro idioma, y sigue teniendo ese don de misterio en versos como los siguientes:

A ti la que me inspira obedezco y deseo
a tu invisible huir y tu errante venir
hacia la honda cuna del ritmo tú me llamas
trayéndome la concha de la profundidad.
Son sin fin son sin fin los diluvios caídos
corazones que a tiempo probaron su fragancia
aquí están todavía las palabras perdidas
y yo compongo un verso de saber y perdón.

En su diario, el 27 de febrero de 1953, escribe, en París: “El fin de una vida sensible, demasiado sensible, tiene dos formas. O bien cae en la santidad. O bien cae en la locura. Y yo prefiero la locura”. Toda la poesía y todo el diario de De Ory parten de esta certeza: es más fácil ser santo que ser un buen poeta. Por ello son tan abundantes los malos poetas casi santos: buenísimas personas, pésimos poetas. En octubre de 1952 anota lo siguiente: “Escribo por no matarme y porque no soy feliz. Si fuera feliz y si no me asquease la vida no escribiría ni una sola línea”.

Juan Domingo Argüelles
A contracorriente de la poesía de su tiempo, De Ory produjo una obra lírica marginal que aún hoy no se comprende del todo. Denostaba: “¡Ya huele mal la retórica en el mundo!” Y contra esa retórica se rebeló impacientemente a pesar de saber que “vivir no es escribir”, pero, al mismo tiempo, haciendo uso de su derecho a la contradicción, afirmar: “Pero cuando escribo, vivo. O mejor: es entonces cuando de verdad vivo”.

Se sabía poeta y no sólo lo reivindicaba sino que lo ostentaba, pero no como una jerarquía sino como una condición y, quizá incluso, como una fatalidad. En cuanto al ego llegó a decir: “El ego sólo está rodeado de basuras, de las más bajas basuras. El ego es odioso y maloliente. El ego es una mosca enviscada en la suciedad de las pasiones y del sensorio”. Se es poeta porque no se puede ser otra cosa.

Su certeza en relación con la vocación lírica sigue siendo indiscutible: “La poesía sale de la niñez. Somos poetas si hemos tenido infancia. El poeta no llega a descubrirse hasta que no deja lejos su infancia. El poeta escribe sus poemas cuando es hombre. (Sus verdaderos poemas.) El poeta verdadero amasa y forma su atmósfera con los materiales más olvidados de su vida; con materiales inolvidables”. De Ory lo supo, pero la verdad es que esto no lo saben muchísimos aspirantes a poetas.

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