viernes, 1 de julio de 2016

HOMENAJE ≈ Yves Bonnefoy (1923-2016) ≈




Una piedra

El verano pasó violento por las salas frescas,
sus ojos estaban ciegos, su flanco desnudo,
gritó, y el llamado trastornó el sueño
de los que allí dormían en lo simple de su día.

Se estremecieron. Cambió el ritmo de su aliento,
sus manos abandonaron la copa del sueño.
Ya el cielo otra vez volvía sobre la tierra,
llegó la tormenta de las siestas de verano, en lo eterno.

                                                                        Versión de Ida Vitale


Allá donde cae la flecha

I

Perdido. A pocos pasos de la casa, no obstante, a no más de tres tiros de piedra.
Allá donde cae la flecha que fue lanzada al azar.
Perdido, sin drama. Alguien me encontrará. Unas pocas voces se alzarán de todas partes en el cielo, en la noche que cae.
Y no son más que las cuatro, falta una buena parte del día para seguir perdiéndose –yendo, corriendo a veces, volviendo– por entre las piedras rotas y estas encinas grises, en el bosque surcado de hondonadas que busca en todas partes el infinito, bajo el horizonte tumultuoso. Pero aquí, en el paso, se cierra más aún.
Necesariamente, encontraré un camino.
Veré esa granja en ruinas, de donde partía una huella.
¿Llamaré? No; no todavía.

II

Perdido, sin embargo. Porque tiene que decidir, casi a cada instante, pero no puede hacerlo. Nada le habla, nada le es ya un indicio. La idea misma de indicio se disipa. En la huella que había dejado la palabra sobre lo que es, el agua de la apariencia desierta vuelve a subir y brilla, única.
Cada palabra: algo obturado ahora, como una superficie mate sin nada que vibre: una piedra.
Puede articular esa palabra: la encina.
Pero cuando dice: la encina –y en voz alta, ¿por qué?– la palabra queda, en su mente, y se vuelve más pesada, como en la mano la llave que no giró. Y la figura del árbol se parte, se fragmenta, y se vuelve a unir otra vez en las alturas, en lo absoluto, como cuando miramos esas abolladuras del cristal en los antiguos vidrios.
El color, confinado al borde de la imagen por el henchimiento del cristal. Eso que llamamos la forma, agujereado por un saledizo –desmentido. Como si permaneciera abierta la mano que guarda encerrados colores y formas.

III

Perdido. Y las cosas acuden de todas partes, se apiñan en torno a él. Ya no hay más otro lugar en ese instante en que tan intensamente necesita otro lugar.
Pero ¿lo necesita él?
Y algo acude del centro mismo de las cosas. No hay más espacio entre él y la más mínima cosa.
Sólo la montaña allá abajo, muy azul, lo ayuda a respirar aquí, en el agua de lo que es, que vuelve a subir.
Es familiar, sin embargo, esa impresión de envión que se ejerce sobre él desde el adentro de todo. Ayer, nomás ¡cuántos caminos demasiado abruptos hacia el punto de fuga, en la tinta derramada de las nubes! ¡Cuántas palabras que venían quién sabe de dónde, entre las palabras! ¡Cuántos juguetes, que de golpe no eran más el pequeño damero o los cubos recubiertos de imágenes sino la madera gastada en los bordes, la fibra que traspasa el color.
Le decían, desde lejos: Ven, y él no oía más que esa salpicadura de sonido que se desarma en las baldosas.

IV

Se acuerda de que un pájaro había avanzado delante de él un momento cuando estaba en camino todavía.
Desde hace dos minutos, va derecho. Pero lo detiene el agua que se mueve entre los restos de troncos. Hay todo en esa agua clara, una especie de polvo azul que gira sobre sí misma donde la corriente casi imperceptible golpea la cresta brillante de una roca.
Si hubiera llovido encontraría la huella de sus pasos, pera la tierra está seca.
El sendero que siguió dejaba el sol a su izquierda. Allí donde dobló, cerca del borde, estaban aquellas tres piedras manchadas de blanco, como pintadas.

V

¿Pero por qué escala ahora esa colina casi escarpada, y aún cuando los árboles están tan juntos como abajo, a lo largo de estrechos arroyuelos? No es por ahí seguramente donde pasa el camino.
Y no es desde allá arriba donde tendrá mejor vista.
Ni podrá gritar su llamado.
Lo veo sin embargo subir entre los troncos, por las piedras.
Ayudándose de una rama baja cuando advierte que el suelo es demasiado resbaladizo a causa de las hojas secas entre las que hay siempre guijarros rodando sobre otros guijarros: rombos de borde acerado y de color gris
Manchado de rojo.
Lo veo –e imagino la cima. Algunos metros llanos, pero discontinuos a causa de los zarzales que alcanzan a veces hasta las ramas. La misma confusión, el mismo azar que en otras partes del bosque, pero es así para todo lo que vive. Un pájaro vuela, que él no ve. Un pino caído una noche de viento obstruye la pendiente que se reanuda.
Y oigo en mí esa voz, que surge del fondo de la infancia: Vine antes aquí –decía entonces–, conozco este lugar, he vivido aquí, estaba antes del tiempo, estaba antes de mí sobre la tierra.
Soy el cielo, soy la tierra.
Soy el rey. Soy ese montón de bellotas que el viento empujó hasta el hueco que hay entre las raíces.

VI

Tiene diez años. La edad en que uno mira –¿acaso a sacudidas?– el desplazamiento de las sombras. Y la desgarradura en el papel de las paredes, y el clavo encajado en el yeso y alrededor el metal oxidado, los ínfimos escamamientos de la incomprensible materia. ¿Se perdió? En efecto, avanza desde hace tiempo entre grandes enigmas. Siempre ha estado solo. Se sentó sobre el árbol caído, llora.
¡Perdido! Es como si el más allá que sella el punto de fuga viniera a inclinarse sobre él, y lo tocara en el hombro.
Alzar los ojos, entonces. Cuando dos direcciones nos llaman al mismo tiempo, en la encrucijada, el corazón late más fuerte y más sordamente, pero los ojos están libres. Esa noche, en la casa, que él ponga los leños sobre el fuego, como le permiten hacerlo: los verá arder en otro mundo.
Que hable, para él solo: las palabras resonarán en otro mundo.
Y más tarde, mucho más tarde, muchos años más tarde, solo, siempre solo en su habitación con el libro que ha escrito: lo tomará en sus manos, mirará las letras oscuras del título sobre el leve cartón pintado de azul. Abrirá algunas páginas, para que se tenga en pie sobre la mesa.
Después le acercará un fósforo encendido, una mancha marrón y luego negra nacerá en el color, se extenderá, se agujereará, un ribete de fuego claro morderá los bordes, que él aplastará con el dedo antes de levantar el librito para inscribir nuevamente el signo en otro punto de la portada. Y he aquí que todo un lado de ella cae. El papel satinado, muy blanco, de la primera página, aparece abajo, amarillento, alcanzado también, por el calor.
Deja el libro, y guarda en su mente, no sabe aún por qué, el matrimonio de las frases y de la ceniza.

VII

El ladrido de un perro, que puso fin a su miedo. El pilar del sol entre las nubes, en la tarde. Los charcos que el escolar ve brillar en las palabras, en el porvenir de su vida, cuando empuja su pluma áspera por el enmarañamiento del dictado demasiado rápido.
Y toda rama delante del cielo, a causa de los ensanchamientos, las condensaciones de su masa. Lo invisible que allá borbotea, como la fuente en el deshielo violenta. Y las bayas rojas, entre las hojas.
Y la luz, cuando vuelve; la llama en que todo comienza y alcanza su fin.

                                                                                                                                                             Versión de Arturo Carrera


El adiós

Hemos vuelto a nuestro origen.
Fue el lugar de la evidencia, aunque desgarrada.
Las ventanas mezclaban demasiadas luces,
las escaleras trepaban demasiadas estrellas
que son arcos que se hunden, escombros,
el fuego parecía arder en otro mundo.

Y ahora hay pájaros que vuelan de una habitación a la otra,
los postigos se cayeron, la cama está cubierta de piedras,
la chimenea llena de restos del cielo que van a apagarse.
Allí, por las tardes, hablábamos casi en voz baja
debido a los rumores de las bóvedas, allí, sin embargo,
formábamos nuestros proyectos: pero una barca,
cargada con piedras rojas, se alejaba
irresistiblemente de una orilla, y el olvido
depositaba ya su ceniza en los sueños
que sin fin recomenzábamos, poblando con imágenes
el fuego que ardió hasta el último día.

¿Es cierto, amiga mía,
que no hay más que una palabra para nombrar
en la lengua que llamamos poesía
el sol de la mañana y el de la tarde,
una para el grito de alegría y el de angustia,
una para el desierto río arriba y los golpes de hacha,
una para la cama deshecha y el cielo tormentoso,
una para el niño que nace y el dios muerto?

Sí, lo creo, quiero creerlo, pero ¿qué sombras
son ésas que se llevan el espejo?
Y, mira, la zarza crece entre las piedras
en el camino de hierba aún apenas abierto
por el que nuestros pasos iban hacia los jóvenes árboles.
Hoy me parece, aquí, que la palabra
es el pesebre medio roto del que se escapa
en cada amanecer de lluvia el agua inútil.

La hierba y en la hierba el agua que brilla, como un río.
Todo está siempre a la espera de que una vez más se lo ate al mundo.
Sé que el paraíso está diseminado,
es tarea terrestre el reconocer
sus flores dispersas en la hierba pobre,
pero el ángel ha desaparecido, una luz
que no fue, de golpe, sino un sol poniente.

Y como Adán y Eva caminaremos
por última vez en el jardín.
Como Adán el primer pesar, como Eva la primera
osadía, querremos y no querremos
pasar por la puerta baja que se entreabre
allá a lo lejos, en la otra punta del ronzal, coloreada
como auguralmente por un último rayo.
¿Se toma el porvenir en el origen
como cabe el cielo en un cóncavo espejo?
¿Podremos recoger, de esa luz
que fue de aquí el milagro,
en nuestras sombrías manos la simiente, para otros charcos
en el secreto de otros campos "cercados de piedras"?

Por cierto, está aquí el lugar para vencer, para vencernos,
el lugar de donde salimos esta tarde. Aquí sin fin
como esa agua que se escapa del pesebre.

                                                                           Versión de Carlos Cámara

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