lunes, 1 de agosto de 2016

Poemas por la muerte de mi hermano

Por Luis Ernesto González Soto
(poeta mexicano)




Elegía el amor

“La muerte es un acto infinitamente amoroso”.
                                                  José Revueltas

Ha llegado mi hermano a su Silencio
y ha entrado en él como la luz al prisma.
Su voz en el crepúsculo presencio;
su verdad no es ausencia, aún es la misma.
Corazón tembloroso se derrama
en mil colores y ecos, y es tan firme…
Tiembla de su poder aquel que ama
si hay amigos y amada que lo afirmen.
Me preguntas por él y lo conoces
tanto o mejor que yo, hermosa mía,
que de amor y de sombra reconoces
la cicatriz, la herida, la energía
de la Intuición Mayor y las atroces
batallas que ha ganado la alegría.



Magisterio de amor y de muerte

No me es ajena, la conozco
por mis muertos amados.
Vence quien es, quien fue; la sintonía
de quien al levantarse cada día
incendió el horizonte de sus sábanas.
Aligerado andar, cuando llegue el momento.
Eso que desde aquí parece Nada,
el umbral que se lleva
el calor
de los cuerpos,
será un reencuentro de pausas descarnadas.
Sólo por un momento
en silencio se queda la mirada
tras unos párpados que ya nunca serán
los familiares párpados del guiño,
de la complicidad, del hallazgo en común,
marco de los secretos.
Quedo yo de este lado; pero ya mi lealtad
aprende a modular
ese idioma imposible, tejido
con el punto de cruz, de cáliz y de pan
del ausente que sabe lo que no sabe el vivo.
Y nunca más, y nunca más
la palabra dilecta. Todo ha de ser distinto,
presentido, entregado
en murmullo de grillos a la Luna.
(Hermano, te veré con la lluvia, con el musgo,
con la tarde del árbol, la banca del jardín.)
(Amada, dame de tu boca, tu sonrisa,
la brizna de tu ser que sabes y nos crea.
Dámela mientras viva para alumbrar la noche
en que mi ausencia guíe tu paso en el umbral.)
Y cuando sea alcanzado
por la hoz indiferente, cuando llegue el momento
y desemboque
en la Nada o Aquello,
por un instante o más o de repente
recordaré, sabré sentirlo,
que por ahí han pasado (brújula, sus huellas)
los seres que en su vida me enseñaron
un lenguaje sagrado de este lado del ser.



La única respuesta infinita

Hoy quiero hablar contigo
de tu muerte, porque me das ahora
—viento, oleaje del trigo—
la callada demora:
la ausencia de tu voz, la luz que aflora.
Eres ya lo que fuiste
antes de ser aquél que en los caminos
encontré. Y eras triste
y el corazón en trinos
de un latir sentenciado a amor divino.
Y eras el más feliz
por esa misma herida que te daba
—ansiosa cicatriz
como un nido de lava—
una pasión tan dulce como brava.
Qué silenciosa vida,
hermano que a la vida enamorabas.
Tu esencia fue cumplida:
humildad que escuchaba
luces y sombras y las habitaba.
Eres ya lo que fuiste
alma libre de ti, de continente,
porque al amor seguiste
en sacrificio duro, penitente.
Eres, del que encarnaste, diferente.
Y a ti, que ya no eres
el que usa los sentidos del humano
—¿los dejas cuando mueres?—,
a ti quiero hoy, hermano,
preguntar por tu voz de ecos lejanos.
Hoy quiero hablar contigo
de tu muerte y la vida que me ha hallado
porque el amor, amigo,
de una mujer me ha dado
otro silencio, sabio y extasiado.
Hoy quiero hablar contigo
de tu muerte y mi amada, pues en pos
de respuestas persigo
silencios en los dos.
Y es la misma respuesta que da Dios.



Con la fe del labriego

Lego a la lluvia
y su susurro
esa lejana lágrima
que debería ahora mismo
resbalar en el vidrio
—terrible,
horizontal—.
Ni siquiera sabemos
si es eterna la Muerte.
No te sientas tan plácido
en tu sitio.
Te transformará
el fuego o el gusano de tierra.
O el Amor.
Y en otras manos,
tu caricia;
en otro rostro,
la palma de tu mano
que lo enmarque;
en un agudo oído
de quien no te oyó nunca,
tu voz hecha de viento
y Bach y Buxtehude;
en otro patio penumbroso,
un lector del silencio.
Y en este amor
a la vida y sus muertos,
a José Emilio,
cita por fin cumplida del misterio;
a mi hedonista tío,
a mi tío más austero,
al amigo pintor de paleta saqueada,
a mi amigo
del vuelo de los pájaros
y tan madrugador,
a mis abuelos
—cafecito, vermouth,
parkasé, anclaje en la frontera—,
a mi Yaya y su chal
abierto
de cuna y nebulosa.
Sea en el amor.
Sea en el amor, amada.
Llegue la lluvia y sea
esta lágrima huérfana
quien encuentre, terrible,
la horizontal ventana,
perfore
la rendija
de los renacimientos
y nutra y restablezca
el atril de la luz.



Creces

Como esa luz marchita de los sueños,
deshojándose al paso de los años;
huella de ti, ya es otro tu tamaño:
toda ausencia nos quita lo pequeños.
Crece, no cesa, crece y no es engaño:
el hueco se hace grande, nuevo dueño
de aquel espacio tuyo y tu diseño,
familiar una vez, hoy tan extraño.
Y te pregunto, hermano, y es silencio
tu respuesta infinita, insoportable.
Nunca más tu verdad será abarcable
con los lentos caminos que potencio
de la mente que tanto reverencio.
Tu voz, la luz marchita inmensurable.





Llegará

En este lento deshojarse de las nubes,
piso colores en el suelo;
la morada sombra de la jacaranda
no cruje ni me avisa
que al pisarla preparo
la preciosa paleta del pincel del camino.
Llegarán otras sombras aromadas
y la vida será
y serán las ausencias delatadas.
Esa plática que ya no se hará voz
ni el descorche del vino,
gotas preciosas, lagar en el crepúsculo.
Llegará la presencia palpitante
y uno será animal en día soleado,
fauno que se deleita
con esta primavera
de llamas y botones entreabiertos.
Llegará, llegará…
Un instante tan corto
nos durará la muerte. Luego, olvido.
Un instante la vida. Lo demás,
este barro de flores y pétalos de nube
en el brazo que tiende
a la soleada
primavera un invierno
con su guante caliente
de hielos en deshielo y entre lágrimas.



Ecos de adolescencia

Otra vez, hermano,
la calle callada
tras la lluvia súbita
sobre el empedrado.
Desde tu ventana
que daba a mi casa
—mas cómo saberlo—
mirabas la última
prudencia del viento.
Tu vela encendida
—yo encendía la mía—
fe multiplicaba;
espejo del charco
con luz respondía.
La calle —río abajo—
era una cascada
de ecos y esperanza.
Canto de Di Lasso,
respondía al instante
—alma, tu equipaje
de vitral opaco—.
Todo coincidía
con la geografía
de tus cicatrices
y de tus ocasos.
Prólogos felices.
Pero éramos jóvenes.
Torpe, la tristeza,
buscaba nostalgias
sin tener pasado.
Todo ya lo tienes.
Un destino amargo
que ambos inventábamos
nos reveló, en cambio,
la vida en belleza;
llanto compartido,
cafés y sonrisas.
Sueño de una calle
de piedra y llovizna.
Bebimos el alma,
su tono, su vino
que nos dio la vida
por consagración.
Era tuyo el don.
Y otra vez la calle,
la calle callada.
Ahora la recorro,
con mi bienamada,
como aquella tarde
con nuestros fantasmas.
Ella, constelada,
me toma del brazo.
Camino asombrado
y amo cada paso.
La tarde se apaga.
Caminamos tanto
luego de la lluvia,
que le habla de ti
y de tu ventana
—que daba a mi alma—.
Otra vez, hermano
tu vela me guía
—lluvia, tu partida—
por el empedrado.



Eucaristía

Cuéntanos de tu muerte,
tú, que ya sabes. Tú
que nos continúas en el mejor silencio,
el redentor del ruido
que produce vivir.
Porque conforme pasan
los días y abren las flores,
más y más la penumbra se acampana
en el llamado a consagrar la plática,
la comunión que antes
no parecía milagro.
Tanto nos platicabas
y ahora,
ahora que te asomaste
a la fuente de todo cuanto amamos,
¿ahora callas?
Sea tu silencio la sangre que aún nos riega,
sea tu cuerpo la lluvia;
semilla abra la luz
y hable por ti la tarde que se inunda.



Árbol de consagrar

La noche de tu alma,
balsa de luz,
aún la conserva.
Tu árbol se adelantó a la lluvia.
Aquel áureo ondular que horadara la copa
se hizo vino en las hojas, se derrama
y ya es lago el rescoldo acunado en el musgo.
Vives en esa sombra desde niño
y aun hoy, cuando por fin
olvidaste escapar de la muerte.
Bebe tu vida, hermano, que el resumen
de todos los latidos de tu invierno infantil
y de esa primavera del ochenta y cuatro
tan armoniosamente acompañada,
te espera como la banca ansiada de los parques.
Cuéntate de la luz rebalsada
vibrante en el cordaje del laúd,
gota de música que multiplica el círculo.
Tu esperanza de hallar un día en el otro
el oído a cambio de tu oído
para los dos silencios escuchados.
En tu resumen, cuéntate
del amor por tu padre, ese maestro
de la puerta cerrada y el abierto cantar
de sus silencios. De tu madre que guisa
las llamas del hogar bien sazonadas.
Y perderás la cuenta al contar los hermanos:
cinco de madre y padre y muchos encontrados
bajo otros árboles que consagran la luz,
vino en la mesa de los corazonados.
Árbol que llueve
pedacitos de noche,
las fugaces estrellas que anuncian el Misterio.
Llueven hebras de luz bajo tu árbol.
A la helada invernal de tu ausencia temprana,
hermano, hermano,
hermano,
ya la raíz alimenta, oasis en este viaje,
el fruto del parhelio
que se derrama
en el humus que pisas de la noche perfecta.



Más silencio que antes

Te dio la Muerte el tiempo, cuando te lo quitó,
que no tenías para ver a los tuyos.
Ahora
todos sabemos que no estás ocupado.
Pero perfeccionaste el arte del silencio,
tu habilidad más fina desde que eras pequeño,
y tu ingrávida voz escapa del ancla del oído.
Si antes callabas ante los temas de eco,
si tu mirada nos daba la llave
de la exquisita forma del misterio
de tu vida interior,
era porque en la hondura estabas de las cosas,
alado colibrí libando en flores viejas.
Ahora
todo parece menos importante.
Tus urgencias del hombre de negocios
—ese terco disfraz con que te asesinaron—
no eran tan imperiosas. Ahora esperan o, peor,
otro les da salida.
Libre de las cadenas, esta noche
—como las tantas noches de amigos y arpa celta—
sé que estás libre —como nunca estuviste—
para guardar silencio a muchas voces,
esa polifonía sin plectro que la encuentre,
y te invito este vino
tantas y tantas veces descorchado
en horas rebalsadas.
Mas tampoco vendrás.
Lo beberé por ti. Escucharé en silencio
tu silencio.
Pero, ay, la llave del misterio
es menos dulce ahora.
Tu mirada,
la del niño que conocía los libros;
la del enamorado del amor imposible
a esa muchacha de otros posibles otros;
tu mirada de noble animal preso
en un corazón tanto y tanto adolorido
por insaciable amor en esta vida;
tu mirada que nos daba más ser;
ésa no está y por eso el silencio
es más difícil hoy. Ya no es sólo profundo:
es el de Dios y muchos
prefieren no creerte.



Silencio encendido

“Hay un gesto en mi cuerpo y un tono en mi voz
que lo dirán todo rápidamente como un relámpago
en este nombre que busco”.
                           León Felipe (Ganarás la luz)

La catedral helada de tu cuerpo,
me platican,
sonreía.
Con disfraz ciudadano lo envolvieron
—la marca gris
que querías olvidar—.
Contigo se quemó.
También tu frío.
Se reveló con humo tu silencio; lo sabías:
fue tu golpe maestro.
Qué lento regresar a casa,
la casa de ti mismo que eras tú.
Siempre fue tu ventana la poesía.
Cercado por las vidas que cuidabas,
desangrándote, autófago de pronto,
relámpago en la noche, iluminado,
decidiste parar.
Y caíste al suelo. Nadie quería firmar esos papeles
que explicarían acaso…
Impune escena. Se repartieron tus años de trabajo. Les bastó,
les sobró —y esa noche,
a mil kilómetros, en una hoguera
se afinaba el amor—.
Bajo el cielo estrellado de Arvo Pärt
las otras catedrales se hacen humo.
Rescoldo, ceniza, árboles futuros.
Y los pájaros
se llevan las ramitas a sus nidos
—tus hermanos, hermano,
tu fe de labrador—.
Tus pasos que derriten estos muros.
Tu palabra, la cuerda vocal en el pabilo.
Tu oído, báculo de un rebaño de lenguas en angustia.
Y la Gran Explosión de tus arterias, de tus válvulas
—la mitrada, que aún hace de ti hoy
el oficiante que a todos corazona,
que aún nace de ti hoy en pregunta perfecta—.
Muerto fuiste y te llevaron con la aviesa armadura disfrazado.
Y ardiste, como siempre, pero ahora para siempre.
Yo escucho el humo, el silencio de Dios
que ahora es el tuyo. Y hablo sin voz
y entiendo.
También mis huroncitas hablan ese idioma.
Y la mirada en vuelo de mi Enredadera.
Mi próximo poema tendrá menos torpezas
y será
para ti, hermano.
Y un día llamará la campana de Arvo Pärt.
Y te veré incendiando catedrales.

Luis Ernesto González Soto nació en la Ciudad de México en 1966, y creció en Naucalpan. Desde 1990 tiene un pie en Cuernavaca y el otro en la capital del país. Licenciado en Periodismo y Comunicación Colectiva (UNAM), y con estudios de maestría en Letras Españolas (UNAM), ha publicado los poemarios Mar y bosque se buscan (2001, Unicedes/UAEM), De las formas del desierto (2002, Unicedes/UAEM), Poemas de la bruja (2010, Ediciones Eón) y está por salir de los talleres artesanales de la Cartonera Cuernavaca el opúsculo Ars antiqua, primeros poemas. Aguardan en eternos dictámenes dos libros más: Luz fósil e Incierta certeza. Se gana la vida como editor, corrector de estilo y colaborador en varias revistas de circulación nacional. 

4 comentarios:

  1. Gracias por compartir estos versos, alquimia que tranforma el cruel dolor en notas de melancolia y resignacion ante nuestra lamentable perdida, que el cielo sea testigo que ni la misma muerte acaba el amor que sentimos por nuestro seres amados.

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  2. Respuestas
    1. ¡Gracias, Carlos! ¡Qué gusto! Fuerte abrazo

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