jueves, 1 de septiembre de 2016

8 poemas

Por León Cartagena
(poeta mexicano)




Monte

                                               He intentado escribir el Paraíso
                                                                                     EZRA POUND

                                                                     
Regresé al pueblo a buscarte en el corazón del monte,
en las piedras que tanto me han esperado,
en la memoria seca del arroyo dormido,
en los árboles que me saludan
acariciando el cielo que atardece retrasado.
Van mis pasos atados a la tierra,
se ciernen nueves tiernas sobre la tarde,
el aire fresco eriza las espinas en la pitahayas.
Las aves, que por la mañana cantan al sol que nace,
son las mismas que ahora cantan
la oscura conquista de la noche.
La luna es un farol desterrado
que sonríe tímido tras las rejas de su jaula,
el frío albor que cubre el monte con su palidez
borda en plata los mármoles de mis muertos.
Luna besa mi frente antes de ir a la cama,
y con inmenso amor me dice
“Vuelve para herirte mañana”
Con el sol, mi voz gira en torno de la flor
que dulcemente te sostiene por la oreja.
Cae la flor
y con ella los vestidos que cubren tu cuerpo;
estás allí, de pie, no llevas puesto ni tu nombre,
no ha levantado el hombre ciudad o templo
que iguale la astral arquitectura de tu carne.
Me acerco a ti, con la inocencia del niño
que toca las espinas en la rosa;
esas aceradas armas, lustrosos aguijones,
colocados de cuando en cuando a lo largo de su cuerpo,
zarpazo de bestia donde nacen los dolores.
No hay silencios en el diálogo de nuestros cuerpos,
tu rostro es un guijarro que se maquilla
como las hojas del árbol con las estaciones.
A esta hora no hay río que no anhele tu pisada,
el temblor tibio de tus muslos en sus aguas.
La noche regresa envuelta en lluvia,
caricia húmeda de dios sobre tu pecho;
la frescura busca rincones escondidos a la mirada,
lluvia que en verano hace crecer la hierba y a las muchachas,
y ahí estamos, bajo el atisbo de la luna,
ocultos a la vista de todo,
con un amor de árboles, que inmóviles se buscan
y se acarician debajo de la tierra.
Nuestros cuerpos caen y las flores se levantan,
la negrura acaricia el lomo a los coyotes,
la tierra bajo nosotros se ablanda.
El monte se hincha los cachetes con agua fresca,
cubre todo con un líquido vestido,
dejamos runas escritas con sudor
en la memoria de las piedras,
y nos llevamos al monte
en los adentros.


Danza de venado


                                               A René Higuera

La luz penetra en el centro de los girasoles,
a esa hora el monte mantiene atadas a las bestias,
erguidas y delirantes elevan sus dedos coronados
con los frutos rojos hacia el cielo.

El venado colablanca se levanta,
suavemente va pisando
escollos de rocío,
levanta su cabeza y el cuerpo sigue el movimiento.

La luz hace platear el paloblanco,
el venado sabe que anda solo,
mueve la cabeza hacia los lados,
sus cuernos apenas tienen puntas
pero busca hembra.

Aparece un poco de verdor en la llanura,
las aves describen en su trino
la geométrica migración de su bandada.

El venado se deja guiar por el sonido
de una vena de agua que viaja entre huizaches;
una sombra se esconde tras las ramas
y lleva consigo una muerte de madera.

Sabe en su soledad el colablanca
que no llegará a beber del río
y que no verá hembra,
que morirá de sed
y de madera.


Mar en los árboles

Desde la costa,
el viento trasladó el eco del mar,
mansamente lo instaló en la copa de los árboles.

El parque se descubrió océano,
los columpios oscilan como balsas
y las hojas juegan a los albatros.

Desde la costa,
el viento anuncia la tormenta,
se ilumina con exhalaciones eléctricas.

Un ave mística canta entre las ramas,
que se mecen y bailan
bajo el rocío de gotas azules.


Semilla de lumbre

Sólo un hombre puede sembrar una palabra,
una semilla de lumbre,
que detenga o cambie el curso del tiempo.

Todo parte de una página en blanco,
se hacen elevar olas, se tiñe el silencio.

Desde la nube baja un dardo luminoso,
dobla las costillas de la Tierra,
que tiene dolor de parto, de poeta.

Un hombre desterrado sabe
que las estrellas son coágulos sujetos
a la costura fugaz de la máquina celeste.


Divertimento

En el instante preciso en que la bocanada
de tabaco taladra mis pulmones,
a una puntual distancia
donde la vista alcanza a la muchacha,
que cruza por la calle y se levanta
de la acera con ligereza de libélula;
ondulado aire, la tela de su falda.
De las pantorrillas dos pares de gemelos
a los que habría que ponerles una casa.
Las rodillas, los muslos, las caderas,
toda la maestría geométrica de Dios,
las cúpulas perfectas de sus pechos,
en ese frágil instante,
me pongo de pie en slow motion
mientras el magma espeso
se desprende de la taza,
sombría cascada que viaja veloz
por el camino de cuello y de camisa.
Un grito casigol digno del mejor de los partidos
invadió todo, dejando ampolla en el olvido,
y no pude ver más allá de la ondulación de tela
y el fascinante arco de su espalda.


Aproximación

Al llegar a tu piel
no tengo nombre.

Mi boca sorprendida
no pronuncia palabra.

Mi lengua nada,
recolecta el alcalino sabor de tu apetito.

Al llegar a tu piel
no tengo alas.

Me arrastro por tu cuerpo,
subo, bajo y te penetro.

Al llegar a tu piel
hierven los mares.

Mis manos peinan uno a uno
los tejidos en tus muslos.

Esculpo en la palabra a una mujer
de la costilla que me sobra.

Al llegar a tu piel
ardes mientras la niña que eras nos observa.

Mi sangre gana liquidez
formando el coágulo de mi deseo.

Mi boca, que es la tuya,
no pronuncia palabra.


Antes de la tormenta

Qué bello es empujar mi cuerpo contra el tuyo,
desguarecidos,
bajo árboles y estrellas.

Aguijonear con luz la espesa negrura de tu páramo,
entre susurros,
escuchar el morbo de los grillos.

Tus dedos –todos- en mi espalda.
¡Ah!, el viento que no sopla deposita
lentamente las hojas sobre el suelo.

Qué bella es la muerte escondida tras tu pelo,
nos ve y sufre
larga y sucesivamente.

Qué bello es desprender mi cuerpo del tuyo,
tenderme a tu lado, desde donde soy
la miserable sombra de una vida.


Entre la cara y el espejo


                                               Pobre de mí esta tarde
                                                          en que el cigarro
                                                          me sostiene por la boca.
                                                                     ENRIQUE SILVA                                            

Entre la cara y el espejo
León Cartagena (México, 1978)
cuántos abismos de eternidad.

Cuánto miedo con ritmo se dibuja
en el lago vertical adormecido.

Una violencia azul atraviesa la ventana,
duplicada se imprime en las paredes.

Entre la cara y el espejo se conoce el silencio,
sellado en la cascada luminosa de un relámpago.

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