domingo, 1 de enero de 2017

Guillermo Samperio

Por Sergio Luna
(poeta mexicano)






Guillermo Samperio (1948-2016)
Conocí a Guillermo Samperio cuando vino a impartir taller en Celaya. Había leído algunos de sus cuentos  y me parecían asombrosos por su gran capacidad imaginativa. Me recordaban algo a Cortázar. Estuve no más de cuatro sesiones en su taller. Yo escribía poesía y todos los asistentes prosa, sobre todo cuentos.

Samperio por el año 1997 también vino a Celaya pero un par de ocasiones a dar unas clases en un seminario de literatura. Yo pasé ahí sin pena ni gloria y Samperio daba las clases con una calma que a muchos desesperaba. Hablaba no sólo como en cámara lenta sino que hacía largas, interminables pausas. No recuerdo nada de ese seminario de literatura.

En el taller opinábamos todos y al final Samperio hacía una crítica global, recomendaba lecturas, sugería cambios.

Una vez un compañero del taller que venía de San Luis Potosí llegó con un cuento escrito en papelitos, en servilletas, en el boleto del autobús. Venía emocionado y dijo que lo había escrito en el camino. Se puso a leerlo y luego dijo que le faltaba el final. Todos opinaron sobre ese cuento. Cuando me tocó a mí le dije a mi compañero que mejor corrigiera, que pasara en limpio el cuento y que ya después lo trajera al taller, que lo que en ese momento yo le dijera sería ocioso para mí y para él y quizás para todos porque todo estaba como improvisado y que no valía la pena gastar saliva diciendo lo que fuera pues el tendría la justificación de decir que el cuento estaba recién hecho y que por eso las fallas que le pudiéramos encontrar serían por eso. Le dije que no había prestado atención y que mejor cuando lo trajera impreso y en copias yo con gusto lo atendería.  Con esa intervención al taller de Samperio me gané malas vibras de algunos de mis compañeros.

Samperio cerró esa ronda diciéndole al cuentista de carretera que él regularmente cobraba mil pesos por revisar un texto y que en ese momento él estaba de acuerdo conmigo, y que tampoco había atendido la lectura. Le dijo pásalo en limpio y corrige, luego lo traes, hoy te ahorraste mil pesos. Luego Samperio se sonrió.

Guillermo Samperio
Terminando esa sesión me despedí de Guillermo, le dije que mejor era que yo ya no fuera porque los demás compañeros demandaban que yo llevara un texto para que ellos se pudieran sentir en equilibrio y regresarme algunas de mis críticas.

Guillermo me dijo que estaba bien con su sonrisa chispeante. Me dijo qué te parece que cuando venga a Celaya a dar taller, terminando te llamo y nos vemos en el lobby del hotel o en el restaurante, cenamos y platicamos, me late tu rollo.

Así le hicimos. Cada mes lo veía en el restaurante y platicábamos de literatura, del taller, de sus proyectos, de música. Me contó que su papá fue guitarrista del trío Samperio, Willy Samperio, y que uno de sus hijos acababa de armar un grupo de rock, Petróleo, nombre que tomaron porque alguien, parece que su papá era de Salamanca, donde está la refinería.

Aparte de las pláticas en el hotel, entre semana me llamaba desde México y me enviaba algún archivo con algún cuento, me decía si le ves algo que hay que cambiarle, cámbialo, yo confío en tu ojo crítico.

Cuando estábamos en cualquier conversación era muy divertido, ocurrente, imaginativo. Para mí era como un joven rockero y amante de las mujeres. Samperio hasta donde supe fue muy galán y en el taller había por lo menos un par de muchachas guapas que estaban fascinadas por la personalidad y, hay que decirlo, galanura de Guillermo.

Me llamaba la atención su lentitud para hablar, siempre sonriente, con anillos en ambas manos, tatuajes (uno de John Lennon), siempre o casi siempre tomando pastillas (no sé si era medicamento o droga, o ambas) y se los tomaba con coca cola.  Era cálido, bonachón, fresco, parecía que no tenía impedimento para tratar el tema que fuera, no sonaba impropio o impertinente ni menos vulgar. Caminábamos por las calles y si pasaba una mujer de pronto comentaba algo de su encaje que se le veía al filo de la cintura y describía con gracia ese detalle de vouyerista declarado. Caminaba sin prisa y así hablaba también. Vivía en un departamento donde una sola vez fui a llevarle uno de mis poemarios inéditos porque Guillermo quería ver quien me lo publicaba. Esa tarde que le llevé mi manuscrito no me invitó a pasar. Fue amable  a secas y quizá fue de las pocas veces que no lo vi sonriente. Quizás estaba ocupado en medio de un cuento, o simplemente no tenía ganas de que yo entrara. No me ofendí y no le tomé importancia.

Me siguió llamando por teléfono hasta para desearme Feliz Navidad.

Me caía muy bien, como un amigo desprendido, de esos que te hacen sentir que la vida y las palabras son como una fiesta, una celebración, un gozo, un gozo lleno de imaginación y buen humor y muchachas.


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