domingo, 1 de enero de 2017

Thoreau [Primera parte]


Por Ralph Waldo Emerson
(escritor norteamericano)




(Versión de Cosme Álvarez)



Henry David Thoreau (1817-1862)
Henry David Thoreau fue el último descendiente varón de un antepasado francés que llegó a este país [Norteamérica], procedente de la Isla de Guernsey. En ocasiones el carácter de Thoreau revelaba rasgos originarios de esta sangre, mez-clados de manera singular con un decidido genio sajón.

Nació en Concord, Massachusetts, el 12 de julio de 1817. Se graduó en la Universidad de Harvard en 1837, pero sin distinción literaria. Iconoclasta de la literatura, rara vez agradeció a las universidades los servicios que le brindaron, pues las tenía en poca estima, aun cuando su deuda con ellas era importante. Después de abandonar la universidad se acercó a su hermano, quien ejercía el magisterio en una escuela privada a la que renunció poco más tarde. Su padre era fabricante de lápices de grafito, y Henry durante algún tiempo se dedicó al oficio, convencido de que podía produ-cir un lápiz superior al entonces acostumbrado. Una vez ter-minados los experimentos, Thoreau mostró su trabajo ante los químicos y artistas de Boston, y regresó satisfecho a su casa tras obtener de todos ellos el testimonio de la excelen-cia del lápiz y de que igualaba a los de la más fina hechura londinense. Sus amigos lo felicitaron por haberse abierto un camino a la fortuna, pero él respondió que jamás volvería a fabricar un solo lápiz. «¿Por qué he de hacerlo? No repetiré lo que ya se ha hecho una vez.» Reanudó sus dilatadas caminatas y sus muy diversos estudios, con los que lograba cada día un conocimiento nuevo de la naturaleza, si bien aún no hablaba de botánica o zoología, pues a pesar de ser un es-tudioso de los hechos naturales no sentía curiosidad por los textos científicos ni la técnica.

Para entonces ya era un joven robusto, saludable, recién salido de la universidad. Sus compañeros habían empezado a elegir, o estaban ansiosos de iniciar, una actividad que les dejara dinero, y fue inevitable que los pensamientos de Tho-reau giraran en torno de este mismo asunto, por lo que tuvo que poner en práctica una determinación nada común para evadir todos los caminos tradicionales y mantener su libertad solitaria, a costa de contrariar la natural esperanza de sus familiares y amigos: le resultó tanto más arduo por su integridad absoluta, su insistida autonomía, que debía procurarse por sí mismo, y su convicción de que todo hombre tenía el mismo deber. Pero Thoreau nunca flaqueó. Fue combativo de nacimiento. Se negaba a renunciar a su inmensa sed de sabiduría y de acción, a cambio de un humilde oficio o profesión, y había puesto la mira en una vocación de un alcance mucho más amplio: el arte de vivir en plenitud. Si menospreció y desafió las opiniones de los demás, lo hizo únicamente porque ponía la mayor atención a conciliar su conducta y sus con-vicciones. No fue ocioso, ni proclive al lujo, cuando necesitaba dinero prefería conseguirlo por medio de un pequeño tra-bajo manual de su agrado, por ejemplo, construir una lancha o una cerca, plantar, adaptar, demarcar, o alguna otra faena, y no sujetarse a un compromiso de larga duración. De hábitos estables y pocas exigencias, su destreza en carpintería y su sobrada aritmética lo hacían apto para vivir en cualquier parte del mundo. Necesitaba menos tiempo para satisfacer sus necesidades que ningún otro. Tenía, pues, asegurado su bienestar.

Una habilidad natural para la mesura, nacida de sus conocimientos matemáticos y de su hábito de calcular las dimen-siones y las distancias de todos los objetos que le interesaban, el tamaño de los árboles, la profundidad y la extensión de las lagunas y de los ríos, la altura de las montañas y la distancia en línea recta de sus cimas favoritas, esto, aunado a su familiaridad con el territorio alrededor de Concord, lo hicieron inclinarse a la profesión de agrimensor, que le ofrecía la ventaja de llevarlo continuamente a tierras desconocidas y apartadas, y así lo ayudaba en su estudio de la naturaleza. Su precisión y destreza en este trabajo gozaron de rápido reconocimiento, por lo que tenía todo el trabajo que deseaba.

Henry David Thoreau, retrato de Samuel Worcester Rowse
Podía resolver con facilidad los problemas del agrimensor, pero a diario se veía acosado por cuestiones más graves, mismas que afrontó virilmente. Puso en tela de juicio las costumbres, y buscó fincar todos sus actos en un fundamento ideal. Fue combativo en exceso [à outrance], y pocas vidas contienen tantas renunciacio-nes. No se instruyó en alguna profesión, nunca se casó, vivía so-lo, jamás iba a la iglesia, nunca votó, se negó a pagar impuestos estatales, no comía carne, ni bebía vino, jamás conoció el uso del tabaco, y, aunque era naturalista, no empleaba trampas, ni armas. Sin duda sabiamente para él, eligió ser el bachiller del pensa-miento y de la naturaleza. No tenía talento para la riqueza, y sa-bía ser pobre sin el menor asomo de falta de pulcritud y elegan-cia. Quizá dio con su forma de vida sin premeditarlo mucho, pe-ro la aprobó con ulterior sabiduría. «A menudo se me recuerda —escribió en su Diario— que, así se me concediera la opulencia de Creso*, mis objetivos serían siempre los mismos, y mis me-dios esencialmente los mismos.» No tenía tentaciones de comba-tir, ni apetitos, ni pasiones, ni afición a frivolidades elegantes. La casa espléndida, la ropa, los modales, la conversación de la gen-te altamente cultivada resultaban un desperdicio para él. Prefe-ría, con mucho, a un buen indio; consideraba que aquellos refinamientos no eran sino obstáculos a la convivencia, y pre-firió siempre tratar a sus compañeros en las circunstancias más sencillas. Declinaba todas las invitaciones a cenar, porque en esas reuniones todos le estorbaban y nunca podía tratar a los individuos con provecho. «Fundan su orgullo —decía— en hacer que su cena cueste mucho; yo baso el mío en que cueste poco.» Cuando se le preguntó, encontrándose sentado a la mesa, qué plato prefería, contestó: «El que tenga más cerca.» No le gustaba el sabor del vino, y jamás en la vida se en-tregó a un vicio. Dijo: «Tengo un vago recuerdo del placer derivado de fumar tallos de lirios secos, antes de ser hombre. Tenía comúnmente una dotación de estos. Nunca he fumado nada más nocivo.»

*Creso. Nacido hacia 595 a.C. Último rey de Lidia, de la dinastía Mermnada; su reinado estuvo marcado por los placeres, la guerra y las artes.

Eligió hacerse rico reduciendo al mínimo sus exigencias y cubriéndolas él mismo. En sus viajes, utilizaba el ferrocarril únicamente para atravesar el territorio que no tuviese importancia en su propósito inmediato, y solía andar cientos de ki-lómetros, evitando las tabernas; prefería pagar hospedaje en las casas de los granjeros o los pescadores, porque eran más baratas y más de su agrado, y también porque en ellas hallaba más a mano a los hombres y la información que necesitaba.

Había cierto rasgo militar en su naturaleza, no se doblegaba, siempre viril y capaz, pero rara vez tierno, como que no se sentía sincero si no estaba ofreciendo oposición. Siempre quería una falacia que delatar, un error que empicotar; se diría que demandaba una ligera sensación de victoria, un redoblar de tambor, para poner en juego todos sus recursos. No le costaba nada decir no; en realidad, lo encontraba mucho más fácil que decir sí. Parecía que su primer instinto al escuchar una proposición era refutarla, tan impaciente se mostraba con las limitaciones de nuestro pensar cotidiano. Este hábito, desde luego, enfriaba un poco las relaciones sociales, y aunque sus compañeros acababan siempre por eximirlo de toda malicia o falsedad, no dejaba de empañar la conversación. Por lo tanto, ninguno que fuese su igual mantenía relaciones afectuosas con alguien tan puro e inmaculado. «Siento un gran afecto por Henry —dijo uno de sus amigos—, pero no simpatía, y en cuanto a tomarlo del brazo, primero pensaría en tomar el de un olmo.»

Sin embargo, aunque ermitaño y estoico, realmente ansiaba comprensión, y cordial e infantilmente buscaba la compañía de los jóvenes que amaba y a quienes le encantaba entretener de la única forma que sabía hacerlo, con variadas e infinitas anécdotas acerca de sus experiencias en los campos y en los ríos; y siempre estaba dispuesto a encabezar una excursión para buscar arándanos, castañas o uvas.

Hablando de un discurso un día [en una cena], Henry comentó que todo lo que aplaudía el público era malo. Yo dije: «¿A quién no le agradaría escribir algo que todos leyeran con gusto, como Robinson Crusoe? ¿Y quién no ve con tristeza que su escrito no encierra el tratamiento mate-rialista exacto que a todos deleita?» Henry objetó, desde luego, y ponde-ró las conferencias de calidad, que sólo son comprensibles para muy po-cas personas. En el transcurso de la cena, una joven, enterada de que él iba a pronunciar una conferencia en el Liceo, acremente le preguntó si su conferencia prometía ser un bonito e interesante relato como los que a ella le deleitaba escuchar, o una de esas disertaciones filosóficas que en nada le interesaban. Henry se volvió a ella y reflexionó; vi cómo intenta-ba convencerse a sí mismo de que disponía del material adecuado para ella y para su hermano, quien permanecería levantado sólo para asistir a la conferencia, si ésta iba a resultar interesante para ellos.

Hablaba y vivía la verdad, por nacimiento, y siempre se vio envuelto en situaciones dramáticas a causa de ello. En cualquier circunstancia, todos los observadores tenían interés en saber qué partido tomaría Henry y qué cosas diría, y no defraudaba las esperanzas puestas en él, sino que siem-pre supo aplicar un criterio original a todo contratiempo. En 1845 cons-truyó una pequeña casa de madera a orillas del lago Walden, y allí vivió solo, durante dos años, dedicado a una vida de trabajo y de estudios. Este proceder le era absolutamente natural y ade-cuado. Nadie que lo conociese podía imputarle afectación. Difería más de sus vecinos en su pensamiento que en sus ac-tos. Tan pronto había agotado las ventajas de aquella soledad, la abandonó. En 1847, en desacuerdo con algunas aplica-ciones que se daban a los gastos públicos [la invasión a México, 1846-1848], se negó a pagar los impuestos de su municipio y fue encarcelado. Un amigo suyo [el propio Emerson] pagó el impuesto por él y Henry salió libre. Hubo amenaza de una contrariedad similar al año siguiente. Pero como sus amigos pagaban el impuesto, a pesar de las protestas de Henry, creo que desistió de su actitud. Ninguna oposición ni ridiculización tenían el menor peso para él. Fría y cabalmente expresaba su opinión, sin fingir que creía que fuese la de sus contertulios. No le daba importancia al hecho de que todos los presen-tes defendieran la opinión opuesta. En una ocasión fue a la biblioteca universitaria para sacar varios libros. El bibliote-cario se negó a prestárselos. El señor Thoreau apeló al presidente, quien le leyó el reglamento y las costumbres, que res-tringían el préstamo de libros a los residentes graduados, a los clérigos matriculados como alumnos y a algunas personas que residían a menos de dieciséis kilómetros a la redonda. El señor Thoreau explicó al presidente que el ferrocarril había destruido la vieja escala de distancias, que la biblioteca era inútil, y que el presidente y la universidad eran inútiles tam-bién si se respetaban sus reglas, que el único beneficio que él debía a la universidad era su biblioteca; que, en ese mo-mento, no sólo era imperiosa su necesidad de aquellos libros, sino que iba a solicitar un número mucho mayor, y aseguró al presidente que él, Thoreau, y no el bibliotecario, era el legítimo custodio de los libros. En resumen, el presidente en-contró al peticionario tan formidable, y que las reglas ya empezaban a parecer tan ridículas, que acabó por otorgarle un privilegio, el cual, en manos de Thoreau, resultó ilimitado desde ese momento. [abajo el enlace a la segunda parte]


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