sábado, 1 de julio de 2017

El trono de Lábdaco (fragmento)


Por Gjertrud Schnackenberg 
(poeta norteamericana)


[Presentación y versión de José Manuel Recillas]

Gjertrud Schnackenberg (1953, Tacoma, Washington) es autora de los libros Portraits and Elegies (1982), The lamplit answer (1985) y A guilded lapse of time (1992), recogidos en Supernatural Love: Poems 1976-1992 (2000), y de The throne of Labdcacus (2000), un libro escrito en la tradición de los Tales from Ovid (Faber and Faber, 1997), de Ted Hughes, y al que se le puede considerar uno de los libros de poesía más importantes de los últimos años en lengua inglesa, y al que yo considero una obra maestra de una poeta que es prácticamente desconocida en nuestro país, y cuya lectura nos confirma la consagración de una poeta en absoluta madurez y pleno dominio de sus capacidades expresivas.
     El libro, totalmente unitario, toma como punto de partida lo que no se ve en el Edipo de Sófocles, introduciéndonos en un territorio un tanto oscuro e inexplorado que podría llamarse “la mentalidad de los dioses”, al explorar la mentalidad del dios de la poesía Apolo, concentrándose en el anónimo esclavo que salvó a Edipo, para ofrecernos una obra llena de un asombroso poder evocador y una enorme fuerza lírica, para expresar los anhelos y preocupaciones que desde aquellos tiempos ya aquejaban a los hombres.
     La actualidad del poema resulta notable justamente en estos momentos de la relación entre nuestro país y Estados Unidos, pues la voz narrativa del poema no es la del poder sino la del esclavo, el trabajador humilde y sin nombre, que observa el mundo desde su abandono y su postración. Metáfora narrativa que cobra una actualidad inesperada, es un libro que aún está esperando su edición en español, pues lo traduje, de una sola sentada, el mismo año de su aparición, en el año 2000, sin haber hallado nunca interés de algún editor por publicarlo.
     Ofrezco al lector el sexto canto de este maravilloso libro, esperando halle en cada uno un eco de una realidad no siempre explorada a partir de un mundo cultural al que, al menos entre nosotros, se le ha dado casi de manera consistente la espalda.

Seis. El alfabeto ingresa a Grecia
Pero eso fue antes
de lo primero, las diminutas letras del alfabeto

arribaron por vez primera a Grecia,
la letra Iota, ι,

como un frágil y agobiado mosquito
quedó inmóvil por la divinidad;

quedó en silencio en el alma
de la Grecia yerma, donde el dios tocó

a la ansiosa letra, maravillada. Y entonces surgió en silencio Delta
en medio de las palabras, Δ,

como una indeleble montaña
con un infante rey abandonado en ella;

y Theta, como un infantil rostro
desvanecido, Φ,

antes Lambda apareció como un lisiado
apoyándose en un bastón, λ,

y Omega, como una brillante cuerda
por Zeus puesta en medio de las cosas

y atada por humanas manos
en una nariz, ,

antes la esfinge asesinada de Psi, ,
antes el trono de piedra de Eta, ,

las letras griegas ordenadas en la poesía–esfinge
de su orden insensato,

se tambalean a través de la superficie de una hoja de metal
enviada al dios como tributo, o compasión,

del pueblo de Tebas
y a la izquierda de la entrada del templo:


ABGDEZHqIKLMNXOPRSTYFCYW
poesía–esfinge. Archivadas por las pasiones de hierro,

magnetizadas, combinadas en palabras, asidas;
evidencian una fuerza.

El dios aplaude,
llamando a un escriba para él:

El dios: ¿Quién estableció el orden de las letras?
El escriba: (Silencio)

El alfabeto, en el que se oculta
la historia de Edipo, no fue mellado más

en el lenguaje del dios, ilegible a los humanos,
sino escrito en griego: el continuum de sonido

que alguna vez fluyó de los labios del dios,
y la pregunta que a Edipo alguna vez trajo al dios,

ahora quebrada y lanzada al silencio
de las palabras escritas, atrapando los déicos hexámetros

junto con los relatos pastoriles sobre tiranos
y ecos de una aún añeja edad

en los U: las letras griegas
aguardan en silencio ser ordenadas

en las comedias y tragedias,
esperan moldear al pueblo en dioses

que miran asuntos atados
en secuencias de nudos que no pueden desatar,

asuntos que discutir, meditar, o disputar,
impotentes como dioses para intervenir;

el dios toca las letras una a una,
ordenándolas en diferentes formas,

buscando hallar el nombre real del huérfano,
no el del expósito usado por esclavos

y conferido por la reina en Corinto
como título por su defecto, “Pie hinchado”,

sino el nombre por el que los dioses lo llaman,
por el que los dioses lo conocen al llamar

pueblos, sitios, cosas, y otros dioses
por sus verdaderos nombres.

Mas no hay más nombre que el dios pueda hallar:
sólo Edipo, las letras tiemblan en el frío,

y una frase recurrente: “Mi–nombre–se–contrae–en–mí”
como un epíteto, con un arrebato de arcaicas notas

elevando las letras y dejando el vacío bajo ellas,
una música pastoril jamás escrita,

notas de flauta más allá de los confines del bien y el mal,
una música que, una vez elevada, no puede descender.

Como el oráculo recibe Edipo
y ase rápido, alejándose del templo,

para retirarse al monte
con su aterradora respuesta,

huyendo del dios y su destino,
huyendo de sus futuros crímenes

en el trono de Corinto;
el dios lo llama, demasiado, demasiado tarde;

se apresura por los senderos montaraces,
por los guijarros en los que las huellas de cualquiera

deformadas son, incluso las del dios.
Se apresura atravesando Tebas, añejas ruinas de poblados

donde las perpetuas guerras son visibles
por el paisaje donde todo es caos,

los palacios calcinados, los vacíos declives
donde los mortales y los dioses yacen muertos,

los templos saqueados, las liras rotas;
más allá de los escombros de las puertas de Tebas y sus escalas rotas

para pedir, con su enigma resuelto, el trono
que siempre le perteneció.

El dios, en nombre de Zeus,
lo llama ¡Edipo! ¡Edipo!

el único nombre que tiene para llamarlo.
Se esfuerza luego en escuchar una respuesta.

Se recuesta en su resplandeciente silla
en Delfos;

nada. Lejos, ve
el trono vacío de su padre bajo la nieve,

y Olimpo, goteando silencio; silencio; silencio.

¡Edipo! ¡Edipo! Nada.
Hasta Edipo escucha al dios;

y sentado en un trono de piedra
en un sombrío bosque, levanta

su vendado rostro en busca de réplica.
No halla respuesta ni solución.


Gjertrud Schnackenberg

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