miércoles, 1 de febrero de 2017

Cómo nos necesitamos: tres traducciones








(Versiones de José Manuel Recillas)


Llegará el momento
en que, con júbilo
te saludarás llegando
hasta tu puerta, en tu espejo
y ambos se saludarán sonriendo,

y dirán, siéntate.
Come.
Amarás de nuevo al extraño que una vez fuiste.

Dale vino.
Dale pan.
Devuélvele tu corazón
al extraño que te ha amado

toda tu vida, a quien ignoraste
por otros, quien te conoce desde el alma.
Toma las cartas de amor del librero,

las fotos, las notas de desesperación,
desnuda tu reflejo del espejo.
Siéntate. Celebra tu vida.

Enero 18, 2017



The time will come
when, with elation
you will greet yourself arriving
at your own door, in your own mirror
and each will smile at the other's welcome,

and say, sit here. Eat.
You will love again the stranger who was your self.
Give wine. Give bread. Give back your heart
to itself, to the stranger who has loved you

all your life, whom you ignored
for another, who knows you by heart.
Take down the love letters from the bookshelf,

the photographs, the desperate notes,
peel your own image from the mirror.
Sit. Feast on your life.





Cuando un día hayas encanecido, y estés cansada,
y cabeceando junto al fuego, toma este libro,
y lentamente lee, añorando la gentil mirada
y las profundas sombras que tus ojos un día tuvieron;

cuántos habrán amado tus instantes de alegre gracia,
y habrán amado tu belleza con falso amor o verdadero;
pero hubo uno que amó el alma peregrina en ti,
y también las penas de tu rostro siempre vivo;

e inclinándote junto al resplandor de los leños,
murmures, un poco triste, cómo huyó el amor,
y se alejó allende las montañas,
y escondió su rostro entre las estrellas.

Enero 18, 2017



When you are old and grey and full of sleep,
And nodding by the fire, take down this book,
And slowly read, and dream of the soft look
Your eyes had once, and of their shadows deep;

How many loved your moments of glad grace,
And loved your beauty with love false or true,
But one man loved the pilgrim soul in you,
And loved the sorrows of your changing face;

And bending down beside the glowing bars,
Murmur, a little sadly, how Love fled
And paced upon the mountains overhead
And hid his face amid a crowd of stars.




Renuncia a tu sueño como un héroe
sentado en un alga al borde del océano
llamando a su madre a quien él creía
una diosa del mar. Él era mitad divino,
actuando su yo dual. El curso de agua
siempre había estado allí y ella era un tú-en-mí,
un seguro remolino gris-verde de pelo. Pero un día
cuando él puso el pie en tierra, ella se había ido.
El don había sido retirado. Hermafrodita
había cruzado y no había vuelto, la forma en que los judíos
en el mundo bizantino olvidaron el hebreo,
leían la Escritura sagrada en griego y cantaban oraciones
como flama de una fuente desconocida.


You give up your dream like a hero
sitting on bladderwrack at the edge of ocean
calling on his mother whom he believed
a goddess of the sea. He was half-divine, 
at play in his dual self. The watercourse
was always there and she was you-in-me,
a gray-green safety, swirl of hair. But one day
when he put his foot on earth, she'd gone.
The gift had been withdrawn. Hermaphrodite
had crossed and not come back, the way Jews
in the Byzantine world forgot the Hebrew,
read Holy Writ in Greek and chanted prayer
like flame from an unknown source.


Travels of Ibn Jubayr (extract): Ruth Padel


Cómo nos necesitamos, dijo el Maestro
regresando del Haj, cruzando este desierto
de vida y de vuelta, de vuelta a Granada.
La última agua hallada fue un pozo sin cerdas.
La arena lo había secado. El jefe de camellos
trató de extraer agua, pero fracasó.

Al día siguiente entramos en ‘Aydhab, una ciudad del desierto,
y esperamos en un aire tan caliente que derretía la carne.
Nada para comer excepto lo que trajimos.
Los barcos iban y venían de la India y de Yemen.
Esos ciudadanos viven de peregrinos que llevan
su comida, pagan impuestos y esperan el jilab a Jiddah.

Cruzas el desierto deriva-nacido, una cordillera,
El choque y el silbido del mar con su paladar blando abierto
como la tiza. Caminas una frontera vigilada por leyes
de las que nunca habías oído. Estos son los cruces de la fe.
Pagamos un solo viaje por adelantado
y entramos a un barco abierto como pollos en un gallinero.

Los vientos nos lanzan al anclaje, una bahía poco profunda
donde hombres altos, sudaneses de montaña,
nos guían en camellos por los espejismos. Si muriésemos,
se apoderarían de todo. Los peregrinos que sobreviven entran
como los hombres que han tirado la mortaja
y se tumban bajo árboles florecientes.


How we need each other, says the Master
returned from the Haj, crossing over this desert
of life and back, back to Granada.
The last water found was an uncased well.
Sand had fallen in. The camel-leader
sought to dig the water out but failed.

Next day we entered 'Aydhab, a city of the desert,
and waited in air so hot it melts the flesh.
Nothing to eat save what we brought.
Ships came and went from India and Yemen.
Those citizens live off pilgrims, who carry in
their food, pay tax and wait for the jilab to Jiddah.

You cross the drift-born desert, a mountain range,
the clash and whistling of sea with your soft palate open
like chalk. You walk a border guarded by laws
you never heard. These are the crossings of faith.
We pay a single journey in advance
and pack into an open boat like chickens in a coop.

Winds blow us into anchorage, a shallow bay
where tall men, mountain Sudanese,
lead us through the mirages on camels. If we perish,
they seize everything. Pilgrims who survive come in
like men who have thrown off the shroud
and lie down under flowering trees.

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La luna es el primer muerto

Por Leonel Rodríguez
(poeta mexicano)




A L. R. B.

Era el frío, y yo no es que me pusiera contento pero me daba por quedarme quieto y sentir que el viento en el cielo era una cosa muy vieja pero novedosa cuando llegaba pareciéndose mucho a algunos de mis mejores recuerdos de infancia.
Era de noche y no podían verse muchas estrellas porque el foco que ilumina el patio estaba encendido y la gran mano de luz amarilla estorbaba. Veía la luna: pequeña y casi digo negra de tan fría en la alta medianoche. Claro que la luna no era negra sino de ese color que tiene cuando no es roja o pergamino antiguo; ese color filoso. Esto podía verse aunque, abajo, la luz del foco alumbraba el patio donde está sentado mi padre mientras fuma a solas, con un vaso sobre la mesa redonda de negro metal —un hombre que escucha junto a la boca de un pozo. Verlo con su sombra picuda huyendo de la luz eléctrica me hace recordar el momento en que llegamos a vivir a la casa, hace cuatro años, después de una década de estar en otras partes. No creo que pueda decirse “regresamos”, ninguno de los dos parecía querer vivir aquí; pero había motivos, urgencias. La casa ya no era igual.
Tal vez todo terminó para mí cuando al bajar de un viaje al norte paré en ésta, la casa de Rosavedra entonces deshabitada, en mi camino hacia nuestra casa del momento en el sur, en la capital. Mientras me bañaba con esa larga pereza de la que aún era capaz, agradeciendo que bajo cada chorro de agua desaparecieran el cansancio, el olor a encerrado como cadáver de estatua caliente que la casa encerrada guardó en el verano, por la ventanita cuadrada de arriba se dejaban caer los rumores de automóviles lejanos y gritos de vecinos alegres; entonces recordé que atrás de la casa había un lote baldío donde se juntaban rocas rosadas al costado de los árboles que nadie había plantado y que eran casa de las ardillas. Solía verlas un buen rato mientras me bañaba antes de salir a la escuela: se desenvolvían sin enfado, parándose en dos patas y después corrían hasta desaparecer, así que me asomé sintiendo el recuerdo pero ahora se levantaba una casa demasiado cercana a la mía: una barda tapaba casi todo y para ver el almendro mayor tuve que esforzarme para ladear la cabeza y bizquear los ojos hasta que creí ver la fronda roja y verde y entonces me reí como loco. Dejé de esperar que aquella casa, ésta a la que he llegado con mi padre, fuera la misma de siempre, aunque primero lo reconocí con indiferencia, pues venía de aquel viaje y estaba fuerte. Es ahora que quiero ver que algo cambió en ese momento.

Suena a broma pero fue hasta hace poco que nos alcanzó el tiempo. Uno necesita darse cuenta de estas cosas y es cierto que tienen su lado gracioso. Como creo que es natural, al principio la noticia afectó más a mi padre y a los familiares que habían estado más involucrados. Desde mi perspectiva casi nada había cambiado y sentí alivio de que ahora aquellos que estaban consternados por la enfermedad podrían descansar. Pero al paso de los años me di cuenta de que una vida es también, mientras vive, una esperanza para aquellos que la conocen. Y cuando nosotros nos dimos cuenta de que ella había muerto y con ella la posibilidad de que sucedieran nuevamente los mil detalles que su presencia hacía posibles, nuestras vidas se apretaron, y lo que no estaba bien puesto se movió y nos extrañó. Hasta hace poco no queríamos hablar de todo ello, mi padre y yo, y por mi parte ni siquiera se me ocurría que pudiera ser tema de conversación; no habría sabido cómo empezar y menos todavía continuar después de que él me hubiera visto con ojos sensibles, quizá necesitados, o endurecidos por lo inesperado de mi acercamiento —quién sabe, a lo mejor reflejando la expresión de mis ojos. Supongo que él no hablaba de ello porque no creía que el asunto existiera fuera de él.
Un día, el cielo estaba limpio y el viento helaba, como si uno de los grandes cerros de las afueras hubiera caminado durante la noche hasta acercarse, de manera que el viento resbalara desde sus alturas recogiendo el frescor de las laderas y se desenrollara sobre el día de Rosavedra como la marea, limpiándolo todo, haciendo que las calles estuvieran en silencio, como domingos a los que les cabe todo el silencio, pues el sonido del viento movería cien frondas de mangos y olivos negros y el susurro lo acallaría todo. Ese día nos llevaron, a mi padre y a mí, a conocer Palos Blancos.
Fuimos en la camioneta de un antiguo compañero de mi padre, quien tenía una casa en el lugar y nos invitaba a pasar un día de descanso. Palos Blancos no está lejos de Rosavedra, se halla también a poca distancia de Tres Ríos, pero después de un par de requiebros en el camino, al dejar atrás una de las colinas que encierran, en otras estaciones, el calor dentro de la ciudad, el campo se abre de una manera que motiva el entusiasmo de respirar y ver la tierra sin ciudad y sin hombres. Cuando se divisó el villorrio, pues eso es Palos Blancos, y nos adentramos en los caminos del lugar con los árboles de flores blancas bordeándolos, cada uno un bosque completo, las raíces salientes de la tierra que había sido ajada para abrir cauce al sendero carretero, con la vista en los arroyos que se nos dijo iban a dar a alguno de los ríos que hacen el corazón de Rosavedra ahora lejana e inexistente, las riberas cubiertas con césped que refulgía como el lomo de un gato que esperaba ser acariciado, donde se nos dijo que había carreras de caballos y en las noches, durante las fiestas del lugar, se juntaban los vecinos hasta el amanecer y más allá, cantando, bailando a la luz de la luna en festejos que les alimentaba el ánimo durante el resto del año…, así, al entrar a Palos Blancos bajo la sombra de los árboles espesos como nubes atardecía la hora del mediodía. Nuestro anfitrión debió interrumpirse pues una mujer lo saludaba desde el umbral de una casa de color rojo intenso y nos invitaba a entrar.
El interior era oscuro, se distinguían con fuerza los filos plateados de las cerámicas y los vasos de latón, pero desde el patio se miraba un campo de cultivo que no llegaba hasta la casa; árboles de tronco suave creaban una pantalla entre el patio y la extensión de la tierra, guardando un seno de buen clima para la convivencia, al tiempo que dejaban pasar la luz del sol en chorros que pintaban el suelo de tierra prieta a la manera de la piel de jaguar. Había algunas sillas, había una tertulia; las personas en las sillas portaban semblantes tranquilos, como cuando uno está gozando de una costumbre saludable. Una mujer de unos cuarenta años se puso de pie y se acercó a mi padre. A su vez, él la veía desde más allá de la credulidad, tocado por lo vivo del ambiente. Ella preguntó: «¿Ya recogieron la siembra?» y miró la cara de silencio de mi padre. Había dicho la pregunta como si significara tanto, como si de la respuesta pudiera obtener no una imagen sino una sabiduría precisa, larga, acerca de la vida de mi padre. Con una sonrisa, pensé que la mujer de apariencia tan agradable estaba loca; miré a nuestro anfitrión en espera de que la regresara a su silla, de que ofreciera algún comentario jocoso a manera de explicación y nos regresara a la tranquilidad del lugar. Pero no dijo nada y más bien miraba a su amigo, pues se había interesado en su respuesta. Me acerqué, ¿quizá era una burla?—Mi padre, embebido, dijo: «Madre, ¿no me reconoce?»
Le habló como si fuera posible. Me perdí en las facciones de la mujer, quise leer en sus ojos oscuros, cafés y sombreados como nuez acanalada, ¿qué podría reconocer ahí? Pero comenzó a parecerme que podría conocerla. Su cabello castaño brillaba suavemente cargado, todavía no tenía canas, su mirada era franca… La mujer se apartó de nosotros y dio unos pasos hacia el enorme sembradío acercándose a los árboles, la luz moteaba su cara y su cuerpo bajo el plumón flotante del álamo.
«Madre, ¿se acuerda de las madrugadas cuando había que levantarse para preparar la comida y llevarla con nosotros al largo día en la playa, una vez al año? ¿Se daba cuenta de que yo la veía cuando se quedaba absorta sobre la arena, mirando a los costados no creyendo que hubiera sólo dos caminos por donde se perdía su mirada, y luego marchaba por una vereda que se iba inventando y caminaba mucho rato y cuando regresaba ofrecía los bocadillos con la cara sonrosada, los ojos llenos del brío de haber andado tanto, como un jugo que exprimiera de usted misma, y yo creía adivinar que no conocía a toda mi madre? Vea cómo recuerdo esto.»
La mujer lo había mirado con sonrisa abierta; su voz dijo:
—Lo que recuerdo es aquella época en que debíamos ayudarte hasta las mujeres pues la siembra lo exigía, pero a mí me daba gusto porque siempre quise conocer la vida de los hombres. También recuerdo aquellas noches en que suponías que la casa estaba dormida y le hablabas a mi madre con palabras que no conocí hasta que tuve hombre y me casé. Tu voz era tierna y diferente.
—¿De qué habla, papá?
«Cree que soy su padre», dijo. Ningún grado de fascinación se había ido de su cara.

La casa de nuestro anfitrión era en parte obra negra. Igual que en la otra casa había sillas afuera y gente que asaba carne, pasándosela bien con los que estaban ahí. Comenzaba a atardecer. Nada de esto me importaba, me había confundido la escena entre la mujer y mi padre; no parecía real aunque él sonreía y bromeaba casi a gritos. Se sentía en su tierra y estaba feliz.
—Habría que tener una casa en este lugar, ¿verdad?
Mi padre se sonrió. «Precisamente allá, en ese lugar que da a las márgenes de los arroyos», señalé.
Él perdió los ojos en otro punto, rejuvenecido, y reímos. Pero no se dijo más; quizá al abrir los ojos resultaría que habíamos soñado todo, o yo lo soñaba, o yo era parte del sueño de él, o …
La yerba no era muy alta en las márgenes de uno de los arroyos, ahí donde se nos había dicho que se corrían caballos y durante las fiestas la gente encendía fogatas hasta el amanecer. Ahora no había nadie; el escenario llamaba por eso; el arroyo era una trenza delgada y transparente sobre cantos azules, rojos, grises y, no lejos, acercados por el viento, sotos de árboles encerraban penumbra en movimiento de música que inquietaba, haciéndome necesario estar ahí y respirar ese aire. El viento enfriaba cargado desde el cerro; la noche podría encontrarme ahí sin problema, el camino no era largo hasta la casa inacabada, podía ver a la gente feliz, hasta mi padre me había saludado a la distancia: levantó su cerveza brindando como un compañero de viaje. Del suelo crecía una quietud que acariciaba y estuve tentado por salir corriendo de ahí, correr y regresar a la casa de la ciudad, con mi padre, donde la grisura también avasallaba pero era una costumbre soportable; en cambio, frente al arroyo sentía vergüenza por algo que no me quedaba claro.
El viento alrededor de las copas de los álamos y otros árboles sin nombre que guardaban la sombra comenzó a correr, se escuchaba el agua alta, pero era el sonido de los follajes que sacudía como a sonajas.
—¿Te acuerdas de tus propias manos cuando partías los limones amarillos, dos rodajas, y las hundiste en las bebidas? Yo estoy mirándolo.
Y miré el arroyo a través de una naturaleza que se había nublado.
«Y cuando estabas sentada al otro lado de la mesa, tan cerca, y el niño se revolvía feliz entre tus manos que lo hacían sentirse todo y mirándolos yo supe que había algo lejano en mí que los miraba y me miraba enfrente de ustedes, y esto pude soportarlo porque te vi en la luz de esa tarde con las mejillas asoladas por tu vida joven sin pausa… la luz o la miel misma de ti hacía transparente la pulpa de tus ojos, allí había la ternura tensa como la atención de una mujer antigua, y pude sentirte desde algo mío porque eras todo lo posible, algo que iba pasando, pasándonos a mí y al niño y yo a ustedes; y el sentir estaba lejos, subía desde hondo como una montaña; era insoportable estar así y ser algo que se iba, ¿te das cuenta? —y para romper algo, para dejar de sentir eso que se alzaba y caía sobre mí como una ola me puse de pie y el niño me miró y tú pensaste, o sabías, que algo de ti había en mi movimiento, y te besé el cabello y vi tan cerca tu frente que no pude creer que también te estuvieras yendo mientras el niño tranquilo, todo mirada.»
El viento siguió cayendo sobre la cabeza de los árboles y aquel que era yo necesitaba del lugar para poder decir lo que decía.
—No puedo mentirte —, dijo. Apenas me atreví a ver el reflejo opaco de su figura de frente al arroyo.
«Tú me hablabas, ¿por qué? No respondas de inmediato, tenemos tiempo y este sitio es agradable, tú y yo con el viento. ¿Me recuerdas contándote mi vida?; no, no toda, aunque era tu deseo que eso fuera posible. Tal vez aquí lo sea, si decides quedarte más tiempo y no renuncias a esta extraña alegría.
«¿Qué puedo decir para satisfacer tu necesidad de conocerme? No puedes conocerme.
«Estamos aquí para que escuches lo que ya sabías pero necesitabas saber que yo entendía contigo. Fuimos luz y sombra de un astro. Nuestra felicidad fue sencilla, casi imperceptible. ¡Estábamos tan lejos uno del otro!
«¿Tú eres todo?, ¿o eres nada? Todo o nada. No esperabas una respuesta sino una rendición. Tocaste el cariño con la culpa de traicionarte si te entregabas. ¿Eres capaz de tomarlo todo, de verdad? ¡Dalo todo!
«Yo te he querido y sé que me has querido, no debes temer que no lo sepa. Estas cosas puedo decirlas porque comienzas a entenderlas por tu cuenta; comienzas a decírtelas tú mismo, comienzas a entender que estás solo frente al arroyo…»
Una oleada de viento me empujó y quedé de pie adentro del agua helada. Respiré. Volví con los demás; el arroyo quedó a mis espaldas, reflejando la naturaleza y llevándosela. Había anochecido y al poco rato regresamos a casa, en Rosavedra. Durante el trayecto miré la cara de mi padre: tranquilo y satisfecho. Ahora recuerdo aquella excursión mientras estoy sentado con él en este patio y ha pasado la media noche; de vez en cuando esta bondad se combina con el sabor fuerte, metálico y a veces amargo del recuerdo de una pérdida permanente que se cobija en algunos rincones de esta casa.

*
Otro día, fuimos a dar un paseo. Sin pensarlo mucho, llegamos a una zona donde el monte comienza a ganar terreno y Rosavedra, a la derecha y atrás, permanece a oscuras durante unos momentos; a la izquierda, la nueva urbanización terminada a medias me recuerda la vida en Tres Ríos. Todavía se camina sobre tierra y el polvo se levanta si hace viento. Era una de las primeras tardes verdaderas de otoño, el cielo traslúcido, lejano en su separación de la tierra, como una cáscara que durante el verano hubiera tenido la finalidad de calentar la feracidad de los cuerpos, de las rocas, de las plantas y árboles, se levantaba creando una ámpula azul. La luna llena casi recargada en el horizonte parecía un ojo transparente y un velo. De pie en ese lugar, mirando la tierra canela y los cerros cercanos por donde, tras ellos, continuaban acercándose los ríos, conversamos mirando nuestras caras y la luna hasta que, alzándose, perdió de a poco su transparencia y recobró la dureza de su luz. Entonces vimos en silencio y fue como si supiéramos, yo supe, que se acercaba un movimiento, una nueva época para nosotros y que pronto cada uno estaría más lejos del otro, más nítido pero ausente, reconciliados de aquella primera muerte que había nacido en cada uno de nosotros. Ahora respirábamos el viento que comenzaba a recorrer, frotándolas, las ramas de los árboles en la ribera del río hasta nosotros.

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Leonel Rodríguez

Limes

Por José Manuel Recillas
(poeta mexicano)



                                                                                             Para Gaby Bautista Martínez

Estoy pensando en ese azul callado que veo desde mi ventana,
en esa transparencia casi vienesa que se parece aquí al engaño y al olvido
atravesada groseramente por estruendosos pájaros de acero que no cesan
de recordarme ese otro muro que alguien está elevando en la frontera,
mientras tú vas por un sendero sembrando con tus ojos otra tarde,
y escucho tu andar tranquilo como se escucha una serenidad no postergada.
Yo sé que en cada posta hay un demonio, un vigilante o dos sólo esperándonos,
como si ya supiera nuestros nombres por anticipado para condenarnos
a estar perpetuamente temerosos bajo la sombra de un árbol seco.
Pero los límites siempre envejecen y se vuelven ruina, frontera abandonada,
desvanecida sombra por la que el tiempo ni siquiera se detiene a contemplar,
perdiéndose en silencio su noble u oscura misión de proteger y delimitar,
de dar abrigo y protección y nombradía a un pueblo, o pretendido pueblo,
dejando apenas un extraño nombre que nadie ya se atreve a pronunciar
pues nada significa hoy hablar del Vallum Aelium o del Vallum Antonini
si ya no hay vigilantes ni soldados ni pueblo alguno que proteger,
pero es menester no olvidar la empresa a la que Adriano se dio tarea
durante una década para evitar el acoso de ajenos pueblos belicosos
desde el Pons Aelius hasta Maglona para erigir el limes y vallum
que aún hoy aguarda la llegada de nuevos pictos invasores.
Ni huella queda de la Legio vi Victrix en Britannia que orgullosa
la Europa romana recorrió desde Perusia y Sicilia hasta Hispania y Eboracum,
y apenas el desastre de Varo en Teutoburgo le dice algo a los especialistas.
Para la mayoría son sólo nombres vagos y eruditas referencias
de algo que apenas una sombra o una ruina son, sin importancia alguna.
El Limes Britannicus hoy es apenas una referencia oscura a ciertos episodios
y a tantas cartas de soldados que esperaban la visita de los suyos,
no muy distintos tal vez de aquellos que buscaban cruzar esa frontera innoble
groseramente elevada sobre un terreno agreste y seguramente silencioso
sobre el que el foso aledaño algún refresco de agua y paz traía de vez en cuando.
Pero a la muerte de Antonino, el César Imperator y Pontifex Maximus,
el limes Antonini corrió su misma suerte, durando apenas veinte años en pie,
una vergüenza si se piensa que el Aellium duró poco más de dos siglos y medio
antes de desaparecer durante el reinado de un muy joven Flavius Valentinianus,
mandado asesinar por su sucesor, Teodosio el Grande, último emperador
que vio una Roma unificada, y el fin de la Roma pagana por el Cunctos Populus
o Edicto de Tesalónica, la final derrota que aquellos muros no pudieron contener.
Hoy sólo en libros de historia romana aparece el relato de esa locura
por contener lo incontenible que es la gente yendo de una tierra a otra,
burlando las fronteras y el poder imperial que quiere controlarlo todo
como si el agua o el correr del viento pudiesen contenerse entre las manos.
Hasta la tierra se escapa de un puño enardecido que no puede durar días apretando
ni furia que se pueda detener por más que se eleven torres y postas
que busquen proteger y vigilar. Tarde o temprano la noche llega.
Y escucho tu andar tranquilo como se escucha una serenidad no postergada
mientras bendices la ciudad que gira en torno de tus pasos y tu voz
como si ya no hubiese en el mundo más muros que tus labios
y un lento hablar de “usted” mientras tu risa corre por la tarde.

Enero 27-28, 2017

José Manuel Recillas

El azar de los hechos en Canal 11 Tv

Las teorías sobre arte son al arte
lo que un gato disecado al movimiento de un felino
Cosme Álvarez

Invitación

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