lunes, 4 de diciembre de 2017

El tamaño del monstruo. Apuntes sobre el acoso sexual en el medio musical mexicano

Por José Manuel Recillas  
(poeta mexicano)

Los escándalos recientes sobre acosos sexuales en Hollywood, la maquinaria industrial más poderosa en Estados Unidos después tal vez de la bélica y la bancaria, han sacudido a casi todas las conciencias en el mundo, y las denuncias públicas han pesado más sobre los acosadores que cualquier proceso judicial. En un sentido, la energía de esta ola moral podría recordar el macartismo si no fuera porque aquí la cuchilla que ha cortado las cabezas proviene no del poder de un comité en el Senado estadounidense, sino de las víctimas mismas. Nombres tan queridos y admirados como el del icónico actor Kevin Spacey, tan omnímodamente poderosos como el de Harvey Weinstein, de repente lo han perdido todo.
     En Europa no ha sucedido así, donde el nombre de Roman Polansky es el primero en venir a la memoria y a quien en 2009 prácticamente toda la comunidad del mundo del cine protegió y defendió cuando se le intentó arrestar en Suiza por cargos de abuso sexual en Estados Unidos. Otro caso similar, el del respetado director danés Lars von Trier, señalado por la cantante Bjork, evidencia una práctica común en el mundo artístico, en donde actores y directores de prestigio asumen una postura de poder y de dominio casi absoluto sobre sus actores.
     En México los casos de acoso y abusos sexuales son preocupantes porque forman parte de un comportamiento endémico, casi institucionalizado, en el que la mujer es simplemente un objeto sin valor, y en el que el feminicidio es su ominoso y terrible corolario. La comunidad intelectual del país, no siempre de manera organizada ni unánime, ha denunciado tales abusos. No ha sucedido lo mismo en el medio de la comunidad artística, entendida esta como la musical. Siendo ajena al mundo del pensamiento y la reflexión, ágrafa casi en su totalidad es decir, ajena a la palabra escrita no lo es, sin embargo, al de este comportamiento depredador hacia la mujer, no menos que, en ocasiones, al varón mismo. De hecho, podría decirse que es pionera en ello.
     En pocos medios del mundo artístico mexicano el acoso y abuso sexual se practica con tal impunidad como en el de la música, concretamente en el mundo de la ópera, donde las sopranos, contraltos y mezzosopranos son vistas como objetos del deseo de directores de escena, de teatros o de compañías, directores de coro, productores, y no pocos músicos y funcionarios. Como en otros casos, el prestigio y trayectoria de las figuras es la mejor coartada para que esto suceda. Siendo una comunidad donde la admiración suplanta la reflexión y el análisis, no sería exagerado señalar que viven en un mundo de puer aeternus, niños eternos que nunca son castigados.
James Levine y su esposa Helen
Uno de los aspectos más lamentables es que esta comunidad no sólo sabe de estos comportamientos, sino que los prohíja abiertamente protegiendo al victimario al mismo tiempo que victimiza por partida doble a la víctima al no sólo no escucharla sino al dudar de su palabra, al burlarse y disminuirla, defendiendo al culpable con base en su prestigio y la honorabilidad emanada casi milagrosamente de aquél. La reacción es exactamente la misma que durante años protegió a directores de cine, actores, productores, e incluso a sacerdotes. A la víctima se le acusa de ensuciar el buen nombre y el prestigio de quien ha abusado de ella, multiplicando así la culpa y evitando así el castigo al culpable. Esto hace que el nivel de impunidad alcance la nada despreciable tasa de cien por ciento, y provoca que sea particularmente proclive no sólo al abuso, sino a la reproducción de depredadores sexuales jamás castigados, protegidos por esa aura de santidad y prestigio que nunca es puesta en duda.
     Es necesario señalar que la relación entre abusador y víctima es una relación de poder, de dominación, específicamente machista, a través de la cual se establece una violencia simbólica en muchos niveles, cuyo objetivo final es desacreditar a la víctima y restarle credibilidad, en aras de mantener la postura del victimario, quien se inviste de un manto de santidad, de prestigio, de autoridad, producto de su trayectoria, del cargo que desempeña, del éxito que su sola presencia evoca y representa, y ante la cual la víctima será siempre desautorizada, y cuya denuncia será siempre vista bajo sospecha. La idealización absoluta del victimario nunca es cuestionada, la cual le garantiza al abusador la impunidad. Estructuralmente puede equipararse con los experimentos de psicología social de Stanley Millgram, descritos en un artículo publicado en 1963 en la revista Journal of Abnormal and Social Psychology bajo el título “Behavioral Study of Obedience” y resumido en 1974 en su libro Obedience to authority. An experimental view.
     Es importante señalar que esta desautorización que la propia comunidad arroja a la víctima cuando desea denunciar algún tipo de abuso corresponde a lo que algunos conocen como una forma de abuso psicológico machista que se conoce como “luz de gas”, cuyo nombre proviene de la película de George Cukor de 1944 Gaslight, y que en México se le conoció como La luz que agoniza. En este film, el marido manipula a su mujer con sutileza hasta convencerla de que ella se imagina cosas, recuerda mal las discusiones y hasta le hace dudar de su cordura. En eso, básicamente, consiste este tipo de maltrato psicológico. El abusador altera la percepción de la realidad de la víctima provocando que no sea consciente de que padece un maltrato o una situación que debe denunciar.
     Como ya se mencionó, la comunidad operística es no sólo pionera en el abuso real hacia la mujer y la defensa de los abusadores, sino que también es una comunidad machista por antonomasia, y el fenómeno de abuso psicológico en el que las víctimas no pueden denunciar públicamente los abusos, tanto físicos como psicológicos que sufren, encuentra su explicación en este abuso psicológico llamado “luz de gas”, en el que el perfil machista de la comunidad pone en duda cualquier intento de denuncia por parte de las víctimas no sólo al desacreditarlas, sino al no querer siquiera que se digan nombres, al escandalizarse más por ese hecho que por la denuncia, de modo que la estructura machista de abuso psicológico se mantiene intacto.
     La psicóloga Bárbara Zorrilla, especializada en atención a mujeres víctimas de la violencia de género, señala al respecto: “El abuso luz de gas es una forma de violencia muy perversa porque es continua y se consigue mediante el ejercicio de un acoso constante pero sutil e indirecto, repetitivo, que va generando duda y confusión en la mujer que lo sufre, hasta el punto en que se llega a sentir culpable de las conductas de violencia emitidas por el maltratador y a dudar de todo lo que ocurre a su alrededor”.
James Levine y Plácido Domingo
Este elemento estructural entre abusador y víctima es ignorado por completo en el medio operístico cuando se trata de verlo reflejado en la vida real, mas no así en obras como Carmen, Don Giovanni o El castillo de Barba Azul, por citar unos pocos ejemplos ilustrativos. Es decir, el público prefiere la fantasía en que los malvados pueden llegar a ser castigados en la ficción, pero no en el mundo real, donde los depredadores sexuales son el verdadero peligro, y donde los directores de teatros, de compañías de ópera y de orquestas, de cantantes de prestigio internacional, dirigen, montan y cantan con denodado empeño “Il catalogo è questo”, sabiendo que serán aplaudidos. La coartada perfecta es aquella en donde el crimen se comete delante de todos y el criminal no se oculta y está a la vista de todos.
     Nos reconforta que Don Giovanni se vaya al infierno y Leporello obtenga el perdón porque es muy simpático y es una víctima también, cuando en realidad es cómplice permanente de aquél. Si algo deja en claro la obra maestra de Mozart es que el castigo a uno de los culpables es insuficiente, y en esta opera buffa la reparación del daño brilla por su ausencia, si bien el hundimiento al infierno del personaje central es una metáfora bastante ilustrativa de lo sucedido a personajes como Spacey y Weinstein.
     Pero en el caso de la música y la ópera en México, el silencio frente a los abusos de funcionarios, directores de coro, directores de orquesta o de teatros, es abrumador. Esto se debe, por supuesto, a esa estructura de dominación masculina perpetuada en modos de comportamiento verticales y en la intimidación hacia las víctimas. Lo hemos visto en las torpes defensas en torno a las estrellas caídas.
     Me interesa señalar que el universo de víctimas de abuso y acoso sexual en el medio musical y operístico mexicano, y probablemente internacional, es enorme, pero no ha sido estudiado ni medido hasta la fecha. No significa que no se le pueda medir. Es necesario establecer parámetros de medición, por burdos y simplistas que sean, que permitan visibilizar el problema. El primer asunto a entender es la posición de la víctima con respecto del abusador y su comprensible renuencia a hablar.
     He propuesto que los periodistas Alida Piñón y José Noé Mercado lleven a cabo un ejercicio de medición a partir de un simple cuestionario con el cual se entreviste a las potenciales víctimas. Dicho ejercicio debe conducirse con todo el rigor posible para así poder sacar datos estadísticos a partir de un universo cerrado que pueda ser todo lo reducido o amplio que se quiera o pueda, y a partir de allí visibilizar el problema.
     A partir de simples preguntas que vayan de lo general a lo particular se protege la identidad de las víctimas y no se lanzan acusaciones que podrían ser ignoradas o pasadas por alto por el resto de la comunidad. Para ello es necesario diferenciar los tipos de abusos y acosos que puede sufrir una víctima: acoso sexual y acoso laboral, abuso sexual y abuso laboral, son cuatro variables interrelacionadas, que víctimas e investigadores deben diferenciar claramente, aunque puedan experimentarse en conjunto o por separado. Por lo tanto, las primeras preguntas tendrían que estar relacionadas con esta diferenciación con respecto al tipo de abuso sufrido, primero una pregunta de orden general y, después, la de orden particular, que no significa que una víctima no haya sufrido las cuatro variantes.
     A partir de allí se pueden ir aterrizando variables tales como dónde se sufrió dicho acoso, si el acoso o abuso lo realizó la misma persona o varias, si esa persona o personas aún siguen en el medio, si la víctima ha sufrido ese acoso varias veces, y si lo ha padecido desde la misma persona o si han sido varios individuos. Me parece importante también determinar si los abusos o acosos han sido en salones de clase, oficinas cerradas o en espacios públicos, tales como concursos, puestas en escena, etcétera, pues a partir de allí se pueden establecer datos sobre comportamientos que pueden ser calificados como depredadores e incluso institucionales.
     En un primer acercamiento los datos deben permitir la visibilización del acoso a través de las víctimas. Es importante que el cuestionario permita a las víctimas de acoso y abuso sexual, varones o mujeres, pero principalmente mujeres, mostrarse como un conjunto ofendido, al que la propia comunidad ha hecho caso omiso en aras de proteger falsos valores como el prestigio y la trayectoria de los agresores. En ese sentido, la investigación y el cuestionario debe servir a las víctimas tanto como a la comunidad en la medida que nos permita a todos no sólo reconocer el problema, sino determinar su tamaño. Ese sería el primer paso para empezar a concientizar a los muchos miembros de esta comunidad renuentes en reconocer el problema a que lo hagan, y en devolverle a cada víctima la oportunidad de lidiar ya no de manera privada su duelo.
     En tal sentido, una investigación empírica de este tipo no sólo tendría una función social muy clara, que podría conducir a las autoridades a actuar en contra de los abusadores ¾en el más optimista de los casos¾, sino incluso terapéutica. En un plazo mediano podría conducir a que las víctimas dejen de callar los abusos pasados o los presentes, y generar una reacción positiva y solidaria hacia ellas. Es de vital importancia que se entienda que el abuso y acoso sexual le roba, para siempre, a la víctima, la seguridad y confianza en sí misma. Condiciona muchas veces respuestas impuestas por el abuso, reglas tácitas en que la víctima termina por reproducir el abuso que sufrió en nuevas víctimas, una suerte de síndrome de Estocolmo social que desacreditaría a una víctima por no haber denunciado en su momento el abuso o por permitirlo, librando de la culpa al victimario.
     Como en la escena última del Don Giovanni, y como en la vida real ocurrió con los casos de excelentes actores como Kevin Spacey o productores más poderosos que cualquier director de teatro de ópera del mundo como Harvey Weinstein, el infierno de la marginación, la desaparición social y total del abusador es lo que todos estos depredadores, hoy invisibles y protegidos por el manto del prestigio personal o del otorgado a la cultura nacional, merecen.
     Su hundimiento en el infierno del desempleo y el desprestigio es la condena más severa que pueden recibir en virtud de que a sus víctimas les fue arrebatado algo tan valioso e intangible como la tranquilidad, y sobre todo, la dignidad que el propio medio, al protegerlos y excusarlos, se vuelve vergüenza y pesadilla constante, pues mientras el depredador obtiene logros y prestigio, la víctima en silencio vive una y otra vez la pesadilla de saberse culpable, cuando el verdadero culpable es festejado y celebrado públicamente.
     Los asuntos judiciales a que pudiese dar lugar son un asunto de otra naturaleza, y dado que a veces por el sistema judicial los delitos prescriben, hay que decirlo con todas sus letras: en la vida psíquica y emocional de una víctima el daño no prescribe jamás. Cada aplauso al perpetrador es una cuchillada en la vida emocional de sus víctimas, por lo que deben ser exhibidos como lo que son: depredadores sexuales que no merecen, como Don Giovanni, la menor simpatía.
     El primer paso para empezar a devolverle a las víctimas una parte de lo perdido es visibilizar su situación, quitarles el estigma de oportunistas que casi siempre les es arrojado como un estigma, y dar voz a las víctimas. Un ejercicio empírico de este tipo ayudaría a entender de qué tamaño es el monstruo. Hay que sacarlo de las sombras y arrojar luz sobre él. De otra forma, seguiremos perpetuando y protegiendo a estos depredadores.

Ciudad de México, 18 de noviembre, 2017

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Poética de enero

Por Juan López Cortés
(poeta mexicano)




Días en Durango  

Lunes.
La tarde ensaya agonías,
entre colores que no son de aquí,
y parvadas de grajos negruzquean el paisaje.
Acá, abajo,
 –donde bebo el café de todos los días-
más de uno posee la certeza
de que el invierno arderá en los campos. 
Veo dentro del instante,
como el lunes afronta el temporal
y enmudece.
Aumentan los indicios
de que un frío frío va a imponer su ley.
Ya hecho harapos lo que queda del día,
el silencio,
en paternal abrazo le cobija.
Ya es martes.


Habitante de instantes           

Un lunes,
atado a la cintura de los días,
vuelve,
y llena la tarde.

Yo escribo versos.

Ingresan al poema,
unos minutos torcidamente tibios,
y
sordamente,
el tiempo suena en ellos.

Yo escribo versos.

Todos los lunes,
mido la eternidad con un bostezo,
y papaloteo sueños,
de orfandad temprana,
todos los necios, necios, lunes.

Como quién vive en un país de instantes.
y escribo versos.


Éxodos citadinos  

Las palabras buscan ventanas,
salir de su reclusión.
El frío sigue poblando el paisaje de omisiones.
Acomodado en los días de Enero,
finjo y miento,
a quien asoma demasiadas preguntas.


Mientras agonizas

Filtro en silencio un par de horas viejas.
Mueres,
y no sé sostener tu existencia. 
Salgo,
en busca de la primera calle.
Sólo por eso.
¿O salgo, a procurar distancias
que no sean las de tu muerte?
El invierno quema sus más fieros días.
Se prueba el frío en mis huesos.
La nieve cierra el cielo,
y me aventuro a rehacer tu existencia,
pues eso que sucedió hace cien días,
apenas está sucediendo,
mientras filtro en silencio un par de horas viejas.


Intermediarios

Ves,
la banca sola
frente a un solar baldío.
Imaginas:
no hay mejor sitio que este vacío,
pese a todo.

Ves:
un tiempo blanco
allana el ojo,
y quemándolo, casi.
Supones:
¿la banca,
es todavía una banca?

Ves:
el sol se empeña en claridades,
que nadie atiende ya,
y unos pájaros sueltos,
llenan la pared del cielo.


Últimos días sumando alrededores

A nosotros

Ven a la tarde, ella es el sitio.
En esta hora, las palabras sacuden su fantasma.
¿Avivas mi naufragio?
Eso no es nada nuevo,

Las épocas se impregnan unas a otras,
Y corren tras de sí,
abiertas y en oscuro resplandor.

Luego de amarnos a lo bestia,
-ante un reposo que tiene algo de fingido-
nos abrazamos con silenciosa liviandad,
a sabiendas de que cualquier palabra podría arruinarlo todo.


El otro sitio

Veo la torre, llena una época,
no hay quien no sepa eso.

En lo más alto de ella,
hay un sol oculto,
haciendo un agujero en mi memoria.   

La torre no suelta mi mirada.

Bajo hacia lo más bajo.
Frente a mí, se empina una biblioteca
donde leo:
ningún ruido es más fuerte que el silencio.

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sábado, 1 de julio de 2017

Meditaciones

Por Henry David Thoreau 
(escritor de Concord, Massachusetts)

[Versión de Cosme Álvarez]





Henry David Thoreau. 12 de julio, 1817-6 de mayo, 1862
Creo que existe una relación íntima entre la vida exterior y la vida interior; creo que si alguien lograse superar su vida, el mundo seguiría ignorándolo; creo que diferencia y dis-tancia se identifican.

Ansiar una verdadera vida es como emprender la marcha hacia un país lejano y verse gradualmente rodeado de pai-sajes desconocidos y gente nueva.

Comprendo que en tanto esté ceñido a mi pasado estoy muy lejos de vivir una vida mejor y más bella, en su sen-tido pleno.

El mundo externo es lo inverso de lo que está dentro de nosotros.

Las tradiciones no ocultan a los hombres, por el contrario, los muestran sin apariencias y como en verdad son. En rea-lidad las tradiciones forman su vestimenta. Me importa poco el absurdo razonamiento al que recurren quienes si-guen fieles a las tradiciones. Las sucesos no son rígidos, ni irreductibles como nuestros actos.

¡Cuántas veces nos expresamos con ambigüedad, como si una existencia eterna pudiera encajarse o erigirse en nues-tra vida presente a modo de fundamento conveniente! Para transformar nuestra vida debiéramos demoler la anterior, descartar todo el calor de nuestros afectos; quizá sea imposible.

El mirlo construye su morada sobre el huevo del cuclillo [ave cuya hembra pone huevos en los nidos de otras aves para que alimenten y cuiden a sus crías], y allí incuba sus huevos; pero la separación es leve y empolla también el ajeno. El cuclillo lo aventaja en un día y, al nacer su cría, expulsa a los pichones del mirlo. No hay otra solución entonces: destruir el huevo del cuclillo o construir un nido nuevo.

El cambio es siempre cambio. Ninguna vida nueva ocupa cuerpos viejos. Los cuerpos viejos se pudren. La vida es lo que nace, crece y florece. Los hombres patéticamente intentan reanimar lo antiguo, y por eso lo toleran y lo so-portan. ¿Por qué limitarnos a embalsamar? ¡Abandonemos ya el bálsamo y la mortaja, y vayamos en busca de un cuerpo naciente! En las antiguas tumbas de Egipto podemos comprobar el resultado de tal experiencia. No igno-ramos su fin.

Cabaña de Thoreau en Walden Pond
Creo en la simplicidad. Es triste y asombroso ver cómo hasta el hombre más sabio emplea sus días en asuntos triviales, cre-yéndose obligado a relegar a último término cuestiones más importantes. Si un matemático desea resolver un problema di-fícil, comienza por despojar a la ecuación de toda dificultad, reduciéndola a su más simple expresión. Simplifiquemos el problema de la existencia, distingamos lo necesario de lo real.

Exploremos la tierra para ver dónde corren nuestras raíces ori-ginarias. Yo quisiera basarme siempre en los hechos. ¿Por qué no ver, por qué no servirnos siempre de nuestros propios ojos? ¿O es que los hombres no saben ni conocen nada?

Sé de muchas personas —difíciles de ser engañadas en asun-tos comunes, muy recelosas de una mala jugada— que me-suradamente disponen de su dinero y saben como gastarlo, que gozan fama de cautos y listos, y que, sin embargo, con-sienten en pasar gran parte de su existencia como cajeros entre las cuatro paredes de un banco, hombres que hoy brillan po-co, para enmohecerse mañana y finalmente desaparecer. Si son realmente capaces, ¿por qué hacen lo que están haciendo? ¿Saben bien lo que es el pan y para qué sirve? ¿Tienen noción del valor y del significado de la vida? Porque si supieran algo, ¡qué pronto olvidarían lo que ahora les interesa!

Esta vida, nuestra vida respetable de todos los días, tras de la cual firmemente se apuntala el hombre de buen sen-tido, el inglés del mundo civilizado, y sobre la que reposan todas nuestras instituciones insignes, no deja de ser una ilusión que se desvanece como la trama entera de una visión fugaz. En cambio, el más leve resplandor de realidad que suele iluminar días oscuros para todos los hombres, nos revela algo más consistente y perdurable que el bronce fundido, algo que es en verdad la piedra angular del mundo.

El ser humano es incapaz de concebir un estado de cosas que no sea realizable. ¿Podemos consultar honestamente a nuestra conciencia y afirmar que es así? ¿Qué hechos invocamos al afirmar que nuestros sueños son prematuros? ¿Has oído hablar alguna vez de un hombre que consecuentemente haya luchado durante toda su vida por una fi-nalidad, y que en cierta medida no la lograra? Un hombre en estado de continua ansiedad, ¿no se siente ya elevado en virtud de ella? ¿Quién que haya puesto en práctica la menor acción de heroísmo, de altruismo, o tendido hacia la verdad y sinceridad, no encontró cierta ventaja, algo más que no fuera perder el tiempo? Es natural no espe-rar que nuestro paraíso sea un jardín. Ignoramos lo que pedimos. Observemos la literatura. ¡Qué bellos pensa-mientos ha concebido cada uno de nosotros, y qué poco bellos pensamientos han sido expresados! Sin embargo, no hay ningún sueño, por más sutil o ligero que sea, que el simple talento —favorecido por cierta resolución y constancia, después de mil fracasos— no logre fijar y grabar en palabras distintas y duraderas. Nuestros sueños son los hechos más positivos que conocemos. Pero ahora no hablamos de sueños. Lo que puede expresarse con palabras, puede expresarlo igualmente nuestra vida.

Henry David Thoreau
Mi vida actual es un hecho del que no debo congra-tularme, pero respeto mi fe y mis aspiraciones. De ellas hablo ahora. Nuestro estado es demasiado sim-ple para describirlo. No he prestado juramento algu-no. No he trazado ningún plan para la sociedad, la Naturaleza, o Dios. Soy simplemente lo que soy, o, mejor dicho, comienzo a serlo.

Vivo en el presente. El pasado no es en mí sino un recuerdo, y el porvenir una anticipación. Amo vivir. Prefiero una reforma antes que un programa. No puede hacerse historia de cómo el mal se ha vuelto lo mejor. Creo —y nada existe al margen de mi creen-cia. Sé que yo soy. Sé que otro existe, que sabe más que yo, que se interesa por mí, del que soy su cria-tura, y, en cierto modo, también progenitor. Sé que la tarea vale la pena, que las cosas van bien. No he re-cibido ninguna noticia contraria.

En cuanto a las posiciones, las combinaciones, los detalles, ¿qué pueden significar? Si contemplamos el firmamento, cuando el tiempo es claro ¿qué percibi-mos sino el cielo y el sol?

¿Quieres convencer a un hombre de que hace mal? Haz el bien. Pero es inútil convencerlo con palabras. Los hombres creen en lo que ven. Procura que vean.

Prosigue tu vida, obstínate en vivirla, y como un perro en torno del coche de su amo, gira en torno a tu propia vida. Realiza aquello que más amas. Para que conozcas bien tu hueso róelo, entiérralo, y desentiérralo para roerlo aún más.

No es preciso demasiada moral. Sería endeudarte a ti mismo con un exceso de vida. Marcha más allá de la mora-lidad. No te contentes con ser bueno, hay que serlo a toda costa. Todas las fábulas encierran una moral, pero, los inocentes que escuchan, sobre todo hallan placer en la historia que se narra.

Nada se interpone entre tú y la luz. Respeta a los hombres, respeta a tus hermanos, y nada más. Cuando empren-das viaje a la Ciudad Celeste no lleves carta de recomendación. Cuando llames, pide ver a Dios, nunca a los lacayos. En esto, que es lo que más te atañe, no se te ocurra pensar que tienes camaradas. Haz de cuenta que estás solo en el mundo.

Thoreau [Segunda parte]

Por Ralph Waldo Emerson
(escritor norteamericano)


(Versión de Cosme Álvarez)





No ha existido un norteamericano más auténtico que Thoreau. La predilección que tenía por su país y por su condición era genuina, y su aversión a las costum-bres y los gustos ingleses, y europeos en general, raya-ba en el desprecio. Oía con impaciencia las noticias y las frases ingeniosas recogidas en los salones londinen-ses, y si bien procuraba ser correcto, esas anécdotas le resultaban fastidiosas. Los hombres se imitaban unos a otros, a través de un molde pequeño. ¿Por qué no pueden vivir lo más separado posible, y ser cada cual un hombre solo? Lo que él buscaba era la naturaleza más resuelta; deseaba ir a Oregon, no a Londres. «En todos los rincones de Gran Bretaña —escribió en su diario— se advierten rasgos de los romanos, sus urnas funerarias, sus campamentos, sus carreteras, sus casas. Al menos la Nueva Inglaterra no está edificada sobre ninguna ruina romana. No tenemos que colocar los cimientos de nuestros hogares sobre las cenizas de una civilización anterior.»

Idealista como era, declarado a favor de la abolición de la esclavitud, de la abolición de las tarifas, de la casi abolición del gobierno, sobra decir que no sólo se en-contraba sin representación en la política de su tiem-po, sino que, además, era casi igualmente antagónico a toda clase de reformadores. Sin embargo, pagó el tributo de respeto invariable al Partido Antiesclavista. Hubo un hombre, con quien había entablado amistad personal, al que honró con excepcional consideración; antes de que nadie pronunciase la primera palabra amistosa en apoyo al capitán John Brown, Thoreau corrió la voz, por casi todas las casas de Concord, de que cierto domingo por la tarde hablaría en una sala pública sobre la posición y el carácter de John Brown, y que invitaba a todo el pueblo a es-cucharlo. El Comité Republicano, el Comité Abolicionista, le hizo saber que su discurso sería prematuro e impro-cedente. Él respondió: «No me comuniqué con ustedes para pedirles consejo, sino para anunciarles que voy a ha-blar.» La sala, desde hora temprana, se vio atestada de representantes de todos los partidos, y la espinosa apología del héroe fue escuchada respetuosamente por todos, muchos de ellos con una simpatía que incluso llegó a sorprenderles.

Se dice que Plotino estaba avergonzado de su cuerpo, y es muy probable que tuviera razón, que su cuerpo fuese un mal servidor, e incompetente para el trato con el mundo material, lo que a menudo ocurre con los hom-bres de intelecto abstracto. Pero el señor Thoreau esta-ba dotado de un cuerpo sumamente útil y bien adapta-do. Era de corta estatura, complexión robusta, tez blan-ca, con expresivos ojos azules de mirada fuerte y aspecto grave. Durante sus últimos años llevó el rostro adorna-do con una barba que le favorecía. Sus sentidos eran agudos, su figura recia y bien proporcionada, manos fuertes, y diestras en el manejo de herramienta. Y poseía una notable habilidad de cuerpo y mente. Podía medir a pasos ochenta metros con mayor exactitud que cual-quier hombre ayudado por una barra y una cadena. De noche, en el bosque —decía—, hallaba el camino más con los pies que con los ojos. Era capaz de calcular muy bien con la mirada el tamaño de un árbol; sabía precisar el peso de un ternero o de un cerdo como un mercader. De una caja que contenía treinta y cinco piezas o más de lápices, podía tomar rápidamente con las manos una docena exacta en cada intento. Era buen nadador, co-rredor, patinador, botero y probablemente dejaba atrás a la mayoría de los campesinos en una caminata de un día. Y la relación entre su cuerpo y su mente era aún más fina de lo que hemos indicado. Decía querer cada paso que daban sus piernas. La extensión de sus paseos determinó invariablemente la extensión de sus escritos. Encerrado en casa, no escribía una sola palabra.

Tenía un recio sentido común, como el que Rosa Flammock, la hija del tejedor en la novela de [Walter] Scott, elo-gia en su padre, y que se asemejaba a una vara de medir que lo mismo medía tela y damasco, que tapices y paño de oro. Brindaba siempre un nuevo recurso. Mientras yo sembraba árboles en el bosque, tras haber conseguido un saco de avellanas, me dijo que sólo una reducida porción de ellas estaría sana, y procedió a examinarlas para selec-cionar las buenas. Pero al ver que de esa manera perdía mucho tiempo, dijo: «Creo que si se ponen todas en agua, las buenas se hundirán», y probamos el experimento exitosamente. Sabía proyectar un jardín, una casa o un gra-nero, y hubiera sido competente como jefe de una «Expedición exploradora del Pacífico»; sabía dar consejos prudentes en lo más graves asuntos públicos o privados.

Vivía al día, sin estorbo o mortificación de recuerdo al-guno. Si ayer a uno le había llevado una nueva propues-ta, hoy le traería otra no menos revolucionaria. Hombre muy hacendoso, que, como toda persona altamente or-ganizada, concedía un gran valor a su tiempo, parecía el único hombre en todo el pueblo con tiempo libre, siem-pre dispuesto a llevar a cabo una excursión que pareciese interesante, o una conversación que pudiera prolongarse por largas horas. Su agudo sentido común nunca se vio frenado por sus reglas de prudencia cotidiana, sino que siempre estaba a la altura de la nueva situación. Prefería y acostumbraba la comida más sencilla; sin embargo, cuando alguien proponía una dieta vegetariana, Tho-reau decía que todas las dietas le parecían asunto de muy poca importancia y agregaba que «el hombre que caza búfalos vive mejor que el pensionista de la Casa Gra-ham». Dijo: «Puedes dormir cerca del ferrocarril sin que te moleste, la naturaleza sabe distinguir muy bien cuáles son los sonidos dignos de escucharse, y ha decidi-do no oír el silbato de la locomotora. Las cosas respetan una mente devota, y jamás ha sido interrumpido un éx-tasis mental». Se dio cuenta de algo que a menudo se re-petía: cuando recibía una planta rara, enviada desde un lugar lejano, poco después daba con ella en sus propios lares. Y tenía esos golpes de suerte que sólo le suceden a los buenos jugadores. Un día, de paseo con un fuereño que le preguntó dónde podrían hallar puntas de flecha indias, respondió: «En cualquier parte», en seguida se inclinó, y en ese mismo instante recogió una del suelo. En el monte Washington, en la Barranca de Tuckerman, Thoreau sufrió una caída peligrosa y se luxó un pie. Al momento de incorporarse, descubrió por primera vez las hojas del Arnica mollis.

Su firme sentido común, y el estar dotado de manos fuertes, percepciones agudas y férrea voluntad no son, sin em-bargo, suficientes para explicar la superioridad que irradió en su vida sencilla y apartada. Debo añadir el hecho esencial de que poseía una comprensión extraordinaria, propia de una rara casta de hombres, que le mostró el mundo material como un medio y un símbolo. Este don que, a veces, derrama sobre los poetas una luz casual e in-terrumpida, y sirve como ornato de sus obras, era en él una percepción insomne, una visión celestial que no des-obedecía, a pesar de cualquier defecto o escollo de temperamento que pudieran nublarla. En su juventud, un día dijo: «El otro mundo es todo mi arte; mis lápices no dibujarán otra cosa; mi navaja no tallará otra cosa; no lo em-pleo como un medio.» Esto era la musa y el genio que dominaba sus opiniones, conversaciones, estudios, trabajos y el curso de su vida. Esto lo convertía en un eficaz escrutador de los hombres. A primera vista medía a su com-pañero y, aunque insensible a algunos finos rasgos de cultura, sabía calcular con gran exactitud su peso y su calibre. Esto producía la impresión de genio que en ocasiones daba su conversación.

Con una sola mirada entendía cualquier asunto en cues-tión, y veía las limitaciones y la pobreza de sus interlocuto-res, de manera que nada parecía estar oculto a esos terribles ojos. Frecuentemente conocía a jóvenes de sensibilidad que en un momento se convencían de que aquel era el hombre que buscaban, el hombre de hombres, que sabría indicarles todo lo que debían hacer. El trato que Thoreau daba a sus seguidores nunca fue afectuoso, sino siempre altivo, didác-tico, despreciativo de sus costumbres mezquinas, conce-diéndoles muy lentamente, o quizá nunca, la promesa de su compañía en sus casas, o incluso en la propia. ¿No se dignaría pasear con ellos? No lo sabía. No existía nada tan importante para él como su paseo; no tenía paseos de sobra que pudiera desperdiciar en compañía de otros. Personas respetables sugerían hacerle visitas, pero él las declinaba. Sus admiradores ofrecían llevarlo con gastos pagados al río Yellowstone, a las Antillas Occidentales, a Sudamérica. Sin embargo, no podía haber nada más formal y ecuánime que sus negativas; recuerdan, en circunstancias totalmente dife-rentes, la respuesta del engreído Brummel al caballero que le brindó su carruaje en medio de un aguacero: «¿En qué viajará usted, entonces?» Y, ¡qué acusadores silencios, qué disertaciones —penetrantes e irresistibles, que derriba-ban todas las defensas— perduran en el recuerdo de sus compañeros!

El señor Thoreau consagró su genio con tan completo amor a los campos, montes y aguas de su pueblo natal, que los hizo famosos e interesantes para todos los lectores norteamericanos, y para muchas personas más allá del mar. El río en cuya ribera nació y murió le era conocido desde su inicio hasta su confluencia con el Merrimack. Ahí realizó observaciones durante muchos años y a todas horas del día y de la noche, en verano y en invierno. En sus experi-mentos privados, él había obtenido varios años antes el resultado del reciente estudio llevado a cabo por los Co-misarios de Aguas elegidos por el Estado de Massachusetts. Todo cuanto sucede en el lecho, en las orillas y en la atmósfera sobre el río; los peces, su desove y sus nidos, sus costumbres, su alimentación; los insectos alados que una vez al año invaden el aire al atardecer y son devorados por los peces con tal avidez que muchos de ellos mueren de indigestión; los montones cónicos de pequeñas piedras en los bancos de arena, los enormes nidos de pececillos, que a veces no caben en una carreta; los pájaros que frecuentan el río, la garza, el pato, la tadorna, el colimbo, el águila blanca; la culebra, la rata almizcleña, la nutria, la marmota y el zorro en las orillas; la tortuga, la rana, la rubeta y el grillo que llenan de voces las riberas; todos eran sus conocidos y, como quien dice, sus paisanos y semejantes, de modo que le parecía absurda o violenta la narración que se limitara a uno solo de ellos, por separado, y más aún si se pretendía reducirlo a una medida en pulgadas, a una muestra de esqueleto, o a ejemplar de ardilla o pájaro en al-cohol. Le gustaba hablar de las costumbres del río, como si fuese un ser vivo, pero con exactitud, y siempre con re-ferencia a un hecho observado. Como conocía el río, conocía las lagunas de esta región.

Thoreau
Una de las armas que esgrimía —para él más importante que el microscopio o el receptor de alcohol para otros in-vestigadores—, fue un capricho que arraigó en él por su condescendencia y que, sin embargo, aparecía incluso en su más serias afirmaciones: la costumbre de exaltar tanto a su pueblo como a su región como el centro más privile-giado para la observación de la naturaleza. Explicó que la flora de Massachusetts comprendía casi todas las plantas importantes de los Estados Unidos: la mayoría de los ro-bles, la mayoría de los sauces, los mejores pinos, el fres-no, el arce, el haya, el nogal. Devolvió el ejemplar de Via-je ártico, de [Elisha Kent] Kane, al amigo que se lo había prestado, con el comentario de que «la mayoría de los fe-nómenos naturales registrados aquí podrían observarse en Concord». Parecía envidiarle un poco al Polo sus co-incidentes salidas y puestas de sol, o sus cinco minutos de día después de seis meses de noche: un hecho esplén-dido que el [cerro] Annursnuc jamás le había concedido. Halló nieve roja en uno de sus paseos, y me dijo que to-davía esperaba hallar la victoria regia en Concord. Era el abogado de las plantas nativas, y admitía sentir preferen-cia por la maleza del lugar que por las plantas importa-das, lo mismo que por el indio sobre el hombre civilizado, y notó, con gusto, que los rodrigones de sauce en la casa vecina habían crecido más que los suyos.

     —Mira esta maleza —dijo—, que ha pasado por la guadaña de un millón de granjeros a lo largo de la primavera y durante todo el verano y, no obstante, persiste y ahora brota triunfante en todas las veredas, pasturas, campos de labranza y jardines, tal es su vigor. Las hemos insultado con nombres humillantes como Hierba de cerdo, Madera de gusano, Hierba de brote, Flor de sábado. —Y añadió—: También tienen nombre distinguidos: ambrosía, este-llaria, amelnanchier, amaranto, etcétera.

Creo que su afición a referirlo todo al meridiano de Concord no nacía de ignorancia, ni de menosprecio por otras longitudes y latitudes, sino que era más bien una forma retozona de expresar su firme convicción de que todos los lugares se parecían, y de que el mejor lugar para cada persona es justo allí donde se encuentra. En una ocasión lo ex-presó así: «Creo que nada puede esperarse de ti si el trozo de tierra bajo tus pies no te sabe más dulce que cualquier otro, de este mundo y de cualquier mundo».

Ralph Waldo Emerson
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